Que la vida continua es una realidad, que al final creamos en el corazón un cajón bello y escondido, en donde anclamos los acontecimientos que nos hacen ser lo que somos, pero que no son ni necesarios ni buenos para seguir, para amar, para dar cobijo a quienes van llegando a nuestra vida, para mirar las puestas de sol y sonreír, para vivir.

Pero también es una realidad que, en esas ocasiones en que abrimos el cajón, nos llega los olores, las risas, la presencia de aquellos que nunca se olvidan, pero que descansan en ese cajoncito lleno de latidos, como esas cómodas antiguas cuyas gavetas apenas abrimos, y donde al abrirlas, el entorno se llena del aroma de los jabones escondidos entre las sábanas.

Siempre es así, y hoy aún perdura el eco de su aroma en el ambiente. Es tan pronto, que podíamos decir que aún no se cerró el cajón, y quizás ese sea el motivo que al salir, casi a la par que el Sol, mientras se llenaba  de color el campanario, y las sombras aun eran dueñas del monumento a la Inmaculada, no pude seguir, me senté en el ladrillar, frío y austero, apoyando la espalda en la última columna que recibe a Santa Lucía.

A pesar del frío, era más fría la sensación que sentía en el alma, el cajón se cerraría, pero en esos momentos me vinieron mil sentimientos, momentos, los lejanos recuerdos de aquellos que ya están en el cajón, pero que me saludan, desde el fondo, cuando alguien nuevo se cobija en él.

Es bonito, sentí, y los que también compartieron con él, se fundieron en un recuerdo nebuloso de momentos compartidos. Cerré los ojos y mi padre, que realmente llevaba poco tiempo debió percibir su llegada, poco a poco el color fue bajando del campanario, y cuanta mayor era la claridad del momento, más borroso veía a como los dos se perdían en mi alma… suspiré, la vida sigue, feliz y dichosa, sobre todo porque aquellos que se marchan, ya son parte de lo que seremos en el futuro.