Paqui Ayllón García (Tribuna libre).- Te doy mis ojos, o mis piernas, o mi enfermedad crónica. Te cedo cualquiera de las circunstancias que un día llevaron a un tribunal a declararme persona con discapacidad.
No te deseo ningún mal, a ti que aparcas en la zona de personas con movilidad reducida o a ti que abandonas el patinete en mitad de una acera, solo te cedo mi discapacidad un par de días, lo suficiente como para que se te desarrolle algo de empatía poniéndote en nuestra piel unas horas.
Cuando aparcas en un lugar reservado a personas con discapacidad nos obligas a realizar un trayecto más largo sorteando los muchos obstáculos que nos encontramos en las calles de nuestra ciudad. ¿Te has preguntado alguna vez por qué estos aparcamientos son más anchos? No es un capricho. Lo necesitan las personas con silla de ruedas para poder bajarse del vehículo y maniobrar con ella.
También lo necesitamos las personas ciegas a las que nos acompaña un perro-guía para que el animal salte desde nuestros pies y se separe lo suficiente para indicarnos dónde está la acera o cualquier otro elemento arquitectónico con el que podamos tropezar.
Y a ti, joven, que abandonas el patinete no te pido que pienses en nosotros porque a tu edad todos hemos sido bastante inconscientes y la discapacidad era algo con lo que no estábamos familiarizados si no teníamos a alguien cercano que la sufriera, pero te pido que pienses en tus abuelos, que ven mal y ya no poseen reflejos… pueden caer y romperse una cadera. O pregúntale a tus padres si recuerdan la “pesadilla” de pasearte en el carrito cuando eras un bebé y tenían que salvar obstáculos, a veces, incluso poniéndote en peligro al tener que bajar el carrito de bebé a la carretera.
No sé si vas a leer estas letras pero me gustaría pensar que algún padre o madre o abuelo o hijo o amigo cuando te vean que vas a aparcar sin autorización en lugar reservado a personas con discapacidad o si alguien te ve abandonando un patinete en mitad de la acera te diga: “cierra los ojos y ponte en su lugar”.