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La marginación y la pobreza es un virus que azota a la humanidad desde mucho antes que cualquier pandemia vírica. Además, hay personas malignas a quienes interesa esta cruda realidad que atañe siempre a “gente vulnerable” a la que se puede manipular e incluso explotar de mil formas distintas, incluyendo la esclavitud.

En este grupo de miseria están los que han sido apartados del sistema, los que por mil razones variadas han perdido el trabajo, la familia, la vivienda, su país y que carecen de asidero humano o institucional. Tanto en los mismos países pobres, como por la masiva llegada de emigrados de los países del tercer mundo o en guerra a los lugares prósperos, la situación clama y es lacra que muestra sus llagas a un mundo opulento que la ignora mayormente o incluso tiende a “negarla”, para tranquilizar los nervios o aliviar cargas morales y responsabilidades obvias.

La pobreza extrema no es sólo habitual en países de África o América del Sur, es igualmente una realidad en las naciones occidentales supuestamente florecientes y avanzadas.

Entre todos, los niños son los personajes más débiles entre los necesitados, “carne de cañón” cuya suerte es incierta y frágil su situación en un mundo que mira para otro lado ante esta evidencia turbadora que pide clemencia inútilmente.

En Europa, países como España. Alemania o Francia (donde se desarrolla el primer filme), o en el Líbano (segundo filme) sometido a mil crisis sin nombre, la pobreza se ha multiplicado exponencialmente y la infancia es su triste y principal víctima, como ahora veremos.

La primera película de la que hablaré hoy es una comedia dramática franco-belga titulada Bajo las estrellas de París (2019), inspirada en una mujer real, una “sin techo” a la intemperie de la urbe francesa, que se encuentra con un niño de apenas 7 años. El filme habla de inmigración y de los desheredados, con unas imágenes invernales que hielan. Tiene secuencias y planos desoladores rodados en los campamentos de expatriados que han ido proliferando como hongos bajo los puentes de la Ciudad de las Luces, lo cual contrasta con el glamur de la superficie.

La segunda película, Cafarnaúm (2018), es una obra emotiva y desgarradora. Como su propia directora ha declarado: “Todos los días vemos a nuestro alrededor pobreza, niños que intentan lavar el parabrisas. Los tenemos delante, pero no los vemos, son invisibles y viven al margen de la sociedad”. Nadine Labaki se acercó a las zonas más desfavorecidas de Beirut para conocer a estos niños y saber de sus necesidades y sufrimientos. Lo que vio fueron niños sin voz, pues son siempre los adultos quienes hablan por ellos. Niños sin representación a los que Labaki les pidió que contaran su historia a modo de testimonio.

BAJO LAS ESTRELLAS DE PARÍS (2020). Christine (Catherine Frot, veterana del cine y el teatro con cien películas en su haber) hace de mujer indigente, que malvive en un subterráneo de la Ile de France próximo al Sena, comunicado con el metro que le proporciona calor a su precario zulo; una señora sexagenaria destruida física y psíquicamente, que huye de un pasado traumático.

Siendo invierno y de noche se encuentra a Suli (Yaffa: extraordinaria fotogenia), un niño eritreo de 8 años solo y perdido, aterido y aterrorizado, con una carta de expulsión para su desaparecida madre y sin saber una palabra de francés. Dos seres unidos por su condición de marginales, una historia que se teje por ser la mujer una persona sentimental y buena. Entre la mendiga y el niño se establece un vínculo intenso y entrañable, una cariñosa relación de madre e hijo adoptivo, el tiempo que dura la frenética aventura de ambos buscando a contrarreloj a la madre del pequeño antes que sea deportada.

Un cuento triste sobre madres sin hijos e hijos sin madres, una historia de orfandad enmarcada en la tragedia de los inmigrantes irregulares en una gran ciudad. Un relato de solidaridad hecho desde la sensibilidad y una indigente que sin tener nada, lo da todo.

El filme es interpretado de manera proverbial, con entrega y pasión por Catherine Frot cuyos ojos expresan la enorme angustia, desaliento y temor que se amontona después de malvivir en situación de desamparo. El pequeño maliense que da la réplica a la Frot en el personaje de Suli es Mahamadou Yaffa, un niño muy expresivo; es difícil no rendirse a su intensa y anhelante mirada.

La cosa se desliza a modo de cuento de hadas conducido por la realidad humana y humanista de los simpapeles. De hecho, su director Drexel dice haberse inspirado en la realidad de los marginados que habitan calles de la capital francesa y hace de esta cinta una triste, poética y tierna balada de los pobres de este mundo, con los justos toques de humor. Sin olvidar que esta poesía esconde la amarga realidad de los clochards, los que duermen al raso y para quienes la ciudad es una despiadada jungla de asfalto.

Muy interesante la música de Valentin Hadjadj y una fenomenal fotografía de Philippe Guilbert que roza con su objetivo las orillas del Sena y nos muestra una ciudad con encanto, pero con el trasfondo penoso de la rampante indigencia recorriendo sus calles.

Drexel decide mantener un tono en su obra que no resulta miserabilista (no considera la naturaleza humana prisionera de su propia pobreza), ni sentimentaloide (no busca la emoción fácil, afectada o superficial), se limita a plasmar la cotidiana supervivencia de la extraña pareja.

La película tiene un aire cándido, infantil podría decirse, lo cual le impide voluntariamente o no al director, abordar la sangrante temática desde una óptica más vigorosa y afilada. Pero si refleja con carga emotiva a los dos personajes, mendiga y niño, dos seres desamparados que comparten su pena durante unos días.

Los planos de las tiendas de campaña y las fogatas nocturnas muestran una realidad mugrienta lamentablemente encastrada en nuestra nuestro mundo y nuestra sociedad, frente a la cual nos damos la vuelta para no verla, porque esa pobreza forastera incomoda y fastidia.

Concluyendo, Drexel sabe sacar partido a esa ciudad cumbre que es París, sus puentes, calles, el río Sena o la catedral. La cámara fluye como el TAO, en una cinta sin muchos diálogos, casi muda, más bien centrada en las acciones y en las miradas de la mujer y el niño. Película interesante, apacible, aleccionadora y de denuncia. El espectador no tarda en verse involucrado en la historia.

Más extenso en la revista Encadenados.

CAFARNAÚM (2018). Intensa y dramática como pocas, la cinta cuenta la historia de un niño de 12 años que ha conocido en solitario la penuria y el ultraje. Después de haber cometido un delito y hecho preso, presentará una demanda ante el juez contra sus progenitores por haberlo traído al mundo. El niño exige justicia y que esa justicia prohíba a sus padres tener más hijos. Es el final de la infancia del protagonista, si es que fue niño en algún momento.

La dirección de la conocida actriz y directora Nadine Labaki está conducida por un guion de su propia autoría y de Jihad Hojely (la historia es suya), un libreto inteligente y con una potente carga afectiva que logra llegar al corazón espectador. Una narración palpitante que se introduce en nuestro fondo vital y emocional hasta arañarnos por dentro.

Un niño que habla con la honda sentimentalidad de su mirada y un increíble bebé negro a cuestas, y las desdichas que pasan ambos, donde la fábula se entrelaza con un estilo documental efectivo.

El desprecio social que padecen ambas criaturas, el sarcasmo de quienes les rodean, la actitud inmisericorde y hostil de la familia, todo ello hace de esta película una tormenta que desprende rayos de tristeza a raudales y un hondo penar cuyas fuertes implicaciones van de la pantalla directamente al ánimo del espectador. La realidad de una historia yerma, de una niñez vejada en el Líbano actual. Algo que se repite en miles de países y lugares del mundo, incluyendo el nuestro. Un lugar que es similar a muchos otros rodeados de crisis políticas y económicas. Una obra a caballo entre el melodrama y el documental; un documental de ficción que supera a los reales.

Gran fotografía de Christopher Aoun con la cámara lenta y a la altura de los ojos de los niños, arropada por la preciosista música de Khaled Mouzanar. Ambientación perfecta de barrios lumpen, paisajes lóbregos, los arrabales misérrimos con gente mendicante acuciada por la necesidad más elemental imaginable. Una nube de desolación y zozobra.

El reparto en sus planteamientos generales corre a cargo de aficionados, destacando por encima del resto de protagonistas la figura de un niño que sintoniza con la cámara y puede expresar lo más conmovedor del espíritu humano con una maestría inaudita; es el actor sirio Zain Al Rafeea, un niño que tiene magnetismo y transmite veracidad: un gran descubrimiento para el cine; sin olvidar que para llegar a este resultado Labaki debe haber invertido paciencia y maestría a raudales en la dirección de los actores; también con el prodigioso bebé negro tan afable y simpático, Boluwatife Treasure Bankole. Junto a ellos, en forma coral, excelentes actores y actrices como Yordanos Shiferaw, que está sublime como la mamá somalí, Kawthar Al Haddad, Fadi Kamel Youssef y la propia Nadine Labaki que interpreta a la abogada del muchacho.

Es una cinta que duele, que provoca desazón, tanto que se agradece que la tragedia de los personajes que llena la pantalla se alivie finalmente con un desenlace tranquilizador. El buen final, cuando el niño por vez primera sonríe, lo cual es lenitivo y una ayuda para levantarse del asiento, salir a la calle y respirar el aire fresco con cierta serenidad.

Contundente trabajo de Labaki, una propuesta extrema e hiperrealista que habla sobre la inmigración ilegal, la trata de personas a toda escala, los niños abandonados, los matrimonios forzados para las niñas y la esclavitud. Un relato que asemeja un thriller judicial cuya trama va de atrás a adelante en el tiempo. Un juicio conmovedor y a la vez aleccionador. Un mensaje sobre las líneas rojas que no hay que traspasar.

Más extenso en la revista The Journalist.