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He decidido publicar hoy esta entrega sobre la muerte, pues el 2 de Noviembre se conmemora el Día de Todos los fieles difuntos, que tradicionalmente celebra la cristiandad en memoria de los que pasaron a mejor vida..

Pero también quiero llamar la atención frente a una corriente de pensamiento que considero infantil de sólo hace unas décadas en España, que tiende a obviar la muerte con la carnavalesca celebración foránea de Halloween, que excluye la reflexión y el recogimiento a cambio de fiesta, disfraces, caramelos y bebidas entre los jóvenes.

El morir ayer y hoy

Actualmente, nuestra cultura hace suya la negación de la muerte con sus hábitos y costumbres. Se muere en instituciones cerradas, asépticamente, se desvincula el morir, del hogar, de la compañía de familiares, amigos o vecinos. El final de la existencia ocurre en una fría y deshumanizada sala hospitalaria.

Pero no siempre fue así. Me permito recordar algunas citas literarias que nos servirán para conocer cómo era cuando la muerte habitaba entre las personas como algo natural.

Decía Jorge Manrique (1440-1479) en las Coplas por la muerte de su padre: «tanto famoso y tan valiente», en referencia a la inevitabilidad del morir y cómo ello toca a todos sin excepción, produciéndose este acontecimiento en compañía: «Así, con tal entender, / todos sentidos humanos / conservados, / cercado de su mujer / y de sus hijos y hermanos y criados, / dio el alma a quien se la dio / (el cual la dio en el cielo en su gloria), / que aunque la vida perdió / dejónos harto consuelo su memoria».

Y es igualmente la pena, la rabia, el profundo pesar y el corazón roto que tan magistralmente expresa el gongorino, contemporáneo y naturalista Miguel Hernández (1910-1942), en otra de las grandes elegías poéticas de la lengua castellana, la dedicada en Orihuela («su pueblo y el mío»), a su amigo Ramón Sijé («muerto como el rayo»), a quien tanto quería: «Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano. (...) No hay extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida».

ESO QUE TÚ ME DAS (2020). Pau Donés, de Jarabe de Palo, sobrellevó un cáncer durante cinco años. Pocos días antes de morir llamó a Jordi Évole y le dijo: "Me quedan muy poquitos días de vida y quiero pasarlos en mi casa del Valle de Arán. Me gustaría que subieses, pudiésemos tener una charla, que la grabes y hagas con ella lo que quieras". El resultado de esa charla es esta cinta.

En este nuevo siglo, la muerte es cada vez más ignorada y poco narrada. A propósito de este documental, Évole ha dicho algo importante: “Creo que un chaval de doce años puede ver la pieza. Y puede ser muy útil para que encare la muerte como nuestra generación no la ha encarado, porque igual nadie nos ha hablado de la muerte así”.

El equipo del documental estuvo compuesto por ocho personas que se desplazaron para realizar las grabaciones a una localidad montañosa del pirineo catalán donde vivió sus últimos días Pau. Técnicos de fotografía y de sonido, guionistas y una sencilla música de Álex Vilchez que acompaña la entrevista entre Évole y Pau Donés.

Sentados en una salita se va tejiendo la conversación con la complicidad que se ve existe entre ambos protagonistas. El humor que muestra en ocasiones Pau, ayuda a serenar el drama en ciernes. La última parte de la entrevista cambia el interior de la casa, por un panorama abierto a un grandioso paisaje de montaña y arboleda. Todo fue grabado en varias sesiones, quince días antes del fallecimiento de Pau Donés. 

La cosa fue así: Pau Donés llamó a Jordi Évole para que lo entrevistara y dejar su testamento, su visión del mundo y de las cosas. Como díjo J.E. “Él es el que me llama, el que elige el sitio, el que decide luego subir a la montaña… Le faltó pasarme un cuestionario. Así que, si la peli no gusta, la culpa es de él”.

Pau Donés es un hombre muy enfermo, delgadísimo, conmueve verlo en esa situación y eso se le nota a Évole; normal, entrevistar a alguien que se va a despedir de la vida da cosa un poco de… miedo tal vez; e incluso J.E. parece no saber cómo empezar y así lo expresa: “es que no sé ni qué decir ¿Qué has hecho esta mañana?”.

Lo que viene es puro testimonio y pura sinceridad de un Pau muy delgado, entubado, con un hilo de voz pero hablando con seguridad, a veces con humor, otras con algo de nostalgia, a veces con crudeza, pero siempre con una sinceridad que se sale por la pantalla y recorre la médula del espectador. Eso sí es saber morir, pensé. Sin desesperación, sin angustia desmedida, sin hastío. Vitalmente y dando gracias por lo ya vivido, por una existencia plena, contando anécdotas y pareceres, algunas de ellas cómicas. Pau desea comunicarse y vivir hasta el último momento, soñando incluso con la concesión de una prórroga. 

Pau Donés es un ejemplo y una inspiración. Se traslucen en él las cualidades de una persona sabia que sabe estar en calma en una manera que a muchos habrá de resultar incomprensible. Y la extraordinaria impresión de escuchar una débil voz justo a un músico y cantante que nos enseñó a gritar y a bailar.

Eso que tú me das ya lleva un tiempo en las salas y su recaudación irá destinada a la investigación contra el cáncer. Ir de la mano de la ciencia era importante para sus autores.

Casi desde el principio del documental, recordé este poema de Juan Ramón Jiménez.

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu de hoy errará, nostálgico...

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

(Gracias, Pau.)

 

LUCKY (2017). 'Lucky' es el apodo de nuestro protagonista, una palabra que en inglés significa ‘suerte’. La historia se centra en la vida de este singular nonagenario escéptico, iconoclasta, outsider y entrañable. Vive en un pequeño pueblo próximo a la frontera con México, el Medio Oeste americano. Tras sufrir un desmayo en su casa, se apresura a visitar al médico y su existencia da un giro. Lucky necesita encontrar la paz espiritual tras darse cuenta que la muerte le acecha.

Esta es la primera película que dirige el veterano actor John Carroll Lynch, que hace un afectuoso y sensible tratamiento de la historia de Lucky (H. D. Stanton), casi dejando que sea la propia cámara la que vaya acompañando al anciano personaje. Como el propio director del film declara: “Es el personaje perfecto para una película como esta, que trata acerca de cómo vivir teniendo en cuenta la propia mortalidad y haciéndolo con una cierta alegría”.

Esta es una película sobre la vida y la muerte, y a la vez una obra de altos vuelos sobre lo que está por encima de nosotros, algo de lo que nada sabemos. Una película, además de hermosa, profunda.

El reparto es un antológico y minimalista Harry Dean Stanton, que hace un trabajo de excelencia; además se encuentraba durante el rodaje mal de salud. De modo que incluso hay un paralelismo entre la realidad personal del propio actor y el personaje que interpreta, quien en una escena finalizando el film confiesa a la joven que lo cuida: “Tengo miedo”. Stanton hace un trabajo bien trabado, con mirada mortecina y silencios que dicen mucho; derrocha socarronería, humanidad y bonhomía, personaje parco en palabras pero de hondas reflexiones. El protagonista está arropado por una brillante galería de actores-personajes secundarios, que son claves en el transcurso del film, como como un magnífico Ed Begley Jr., Beth Grant o un magnífico David Lynch.

Hay una secuencia central y memorable en la cual el protagonista pone en escena uno de los manifiestos existencialistas más terminantes del cine americano. Está Lucky en el Bar, junto a sus amigos, cuando la dueña lo abronca por encender un cigarrillo dentro del local. Y entre unas y otras Lucky dice textualmente: “La verdad existe, la verdad de quiénes somos y de lo que hacemos. Y hay que afrontarlo. Y aceptarlo, porque la verdad del universo está ahí, esperando. La verdad es para todos nosotros. Todo va a desaparecer. Tú, tú, tú, yo, este cigarro, todos. Y en la oscuridad del vacío no hay nadie que se haga cargo. Lo único que queda es irse con agallas, no hay dioses, nada, eso es todo lo que hay. Y hay que tomarlo con una sonrisa en la boca”. Esta sentencia de Lucky de afrontar el final sonrientemente, recuerda lo que el famoso psicoanalista Heinz Kohut dijo de las personas sabias, individuos de los que Kohut afirmó que afrontan la muerte suspendiendo la propia importancia y respondiendo a la inminente impermanencia con un “dilatado sentido del humor”. Una claudicación convertida en pura luz por la sonrisa de Stanton, un gesto que merecería figurar como Patrimonio de la Humanidad. Los asuntos espirituales en Lucky están latentes y son fascinantes.

Creo que hay que agradecer a John Carroll Lynch: una clara y lúcida narración, escasos medios, pero un debut como director de una solidez incontestable. Y muy importante, dando la oportunidad para que el superlativo Harry Dean Stanton redacte un testamento verídico, pues además de obsequiarnos con uno de sus mejores trabajos, lamentablemente no pudo visionar el estreno de la película al fallecer poco antes, en Septiembre de 2017 a los 91 años de edad.

Una pieza de coleccionismo extra-cinematográfico que tendrá su hueco en el corazón de muchos cronistas y aficionados al buen cine. Descanse en paz.

A modo de epílogo quiero recordar unos versos del soneto Vida, que José Hierro (1922-2002) escribió poco antes de dejarnos.

Después de todo, todo ha sido nada, 
a pesar de que un día lo fue todo. 
Después de nada, o después de todo 
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!». 
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!». 
Ahora sé que la nada lo era todo, 
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada. 
(Era ilusión lo que creía todo 
y que, en definitiva, era la nada).

Qué más da que la nada fuera nada 
si más nada será, después de todo, 
después de tanto todo para nada.

José Hierro

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