Su puntualidad me hacía dudar de que realmente mi amigo, portuense del Puerto Puerto, fuera del sur. Aún el reloj no marcaba las ocho de la mañana cuando su risa llego a mi habitación, de modo que le ahorre el que me llamara, y asomando mi cabeza por la ventana, le avise que en cinco minutos me reuniría con él. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Con un cielo plenamente iluminado y un objetivo claro, comenzamos la peregrinación por la calle de Virgen de los Milagros, a la que mi amigo se empeñaba en llamar Larga, pero a mí, esa costumbre de referirme a las calles por otros nombres nunca me había gustado. Sin embargo, no era un hecho aislado, y así, me explico que Pedro Muñoz Seca era calle Nevería, mientras que Doctor Muñoz Seca, que no era Pedro Muñoz Seca era Vicario, la Plaza de España era la de la Iglesia, y no quiso seguir por no liarme más.



Sin embargo, me hizo pensar en la costumbre de cambiar los nombres de las calles en función del viento político, el gusto o los razonamientos novedosos del gobernante de turno. Sin embargo, comprendí que, a pesar de todo, como en cualquier lugar el pueblo seguía siendo el dueño de sus destinos, de las calles que habitaba y de sus propias ideas.

Al final, mis pasos habían alcanzado su hora final, y ya no me paseaba por calles extrañas, y a pesar de emplear nombres oficiales, había llegado mi hora. Nada me hacía volver la vista atrás, y siguiendo mi instinto, comencé a preocuparme por mi hogar, que no era más que aquel en el que mi vida recorría sus días.

Mientras caminábamos calle Larga abajo, o arriba, según para quien, acercándome a la estación, me fijé en los comercios cerrados, las casas abandonadas… y sin querer, cambien el criterio. Comencé a fijarme en los edificios habitados, los comercios abiertos, decidí que vivir requería fijarme más en la vida que en la muerte, estar más pendiente de lo bello y hermoso que en los deteriorados parámetros de algunas fachadas. Solo desde la vida, desde las ganas de crecer se recuperarían los espacios perdidos.



Allí donde había un escaparate vacío veía un potencial negocio, algo que comentaría con amigos con iniciativa, porque era mejor hablar de proyectos que quejarse. Me fijé en la pequeña casa de bonitos balcones, y supuse que arreglada y habitada sería un hogar genial.

El ser humano siempre tiende a la queja, a buscar la excusa del porqué del abandono, en lugar de pensar en el futuro, en el potencial, y en la forma de vencer los obstáculos.

Había llegado mi hora, y mi ciudad mi nueva ciudad, se merecía ilusiones y proyectos, y esos, mientras no partieran de la base jamás llegarían a ser una realidad, porque exigir que otros lo hicieran era incrementar la desilusión.

Sobre el autor: Paolo Vertemati representa a un personaje ficticio, un extranjero que ha venido a El Puerto de Santa María, y a través de sus capítulos narra a modo novelesco sus sensaciones y experiencias con las tradiciones y la propia idiosincrasia del lugar, con historias entre reales e imaginarias.