En los años sesenta nuestra fábrica El Vaporcito exportaba harina a las provincias españolas de Bata y Santa Isabel (actual Malabo), en la Guinea Ecuatorial aún española. El señor que hacía de comercial en la zona le decía a mi padre que era muy conocido en el país, pues nuestras harinas iban en sacos de lienzo con el nombre Esteban Fernández Rosado, y como la tela era de calidad, aquella pobre gente se hacía sus chozas con estos sacos, lo cual que Guinea era toda entera un puro anuncio de nuestra firma.
Guinea Ecuatorial fue una posesión española desde 1778, para después pasar a ser colonia y luego provincias españolas ultramarinas en 1959. En ese año adoptó oficialmente la denominación de Región Ecuatorial Española y se organizó en dos provincias: Fernando Poo y Río Muni. Tras una escalada de tensión y violencia a finales de los sesenta, en 1968 España concede la independencia y asume el poder Francisco Macías Nguema. Fue una sanguinaria dictadura hasta que Macías fue derrocado por su sobrino, el actual presidente Teodoro Obiang Nguema, que gobierna con mano de hierro un rico país productor de petróleo en las últimas décadas.
Paso a repasar este capítulo de exotismo y de nostalgia de nuestra Historia no tan lejana. Una historia colonial en África ya pasada, que quiero ilustrar en dos películas. La primera es un estreno, Black Beach (2020), donde sin nombrar al país, es claro que el relato se desarrolla en la Guinea actual del petróleo y las ambiciones foráneas. La segunda cinta que comento sí habla de dos generaciones de aragoneses en la época colonial, trabajadores en una finca de cacao guineana, y las tensiones sociales y los enfrentamientos culturales que concluirían con la independencia; me refiero a: Palmeras en la nieve (2015).
En esa la cárcel fue alcaide Teodoro Obiang antes de arrebatarle el poder a su tío, Francisco Macías. Un infierno en la tierra para varias generaciones de guineanos por los que nadie hizo nada. Fueron habituales los juicios sumarísimos, ejecuciones y torturas especialmente crueles con los disidentes políticos.
La acción ocurre en un país africano rico en petróleo, en el que se habla castellano, donde el oro y el esperpento de los zafios nuevos ricos rodean a sus clases dirigentes. Además, un lugar donde cualquier indicio de oposición al régimen se aplasta entre los muros la infame prisión Black Beach; o sea, estamos en Guinea, este es el contexto geopolítico donde se desarrolla una importante parte de la narración.
Carlos (Arévalo) es un alto ejecutivo que vive en Bruselas, anhela junto con su esposa embarazada Susan (Matthews), convertirse en socio de una gran empresa. Para conseguir tal calificación recibe el encargo de mediar en el secuestro del ingeniero de una petrolera americana en África (en Guinea, para que nos entendamos), lo cual que se ve sumergido en una trama de conspiración y corrupción de alto nivel.
La cosa es que el tal secuestro está poniendo en riesgo la firma de un contrato millonario relacionado con el crudo del país, por el cual pugnan distintos estamentos y personalidades. El país es el mismo donde Carlos, antes de ser un flamante ejecutivo, fue cooperante para Naciones Unidas. O sea, se trata de un viaje de vuelta a la juventud, a sus ideales y utopías, donde el protagonista se las verá con su pasado y las consecuencias de lo que allí hizo.
Esteban Crespo hace una aceptable dirección cuyo guion ha sido escrito por el propio Crespo junto a David Moreno, un libreto correcto que, no obstante, tiene lagunas. Arranca Crespo su segundo largometraje (el primero fue Amar, 2017) a modo de thriller político que al poco cambia en otro de acción, para posteriormente convertirse en drama íntimo, y la verdad, ninguna de las tres modalidades queda bien encajada.
El punto de arranque va perdiendo fuelle por el camino entre otras por su previsibilidad. En el fondo, la política y su poso de corrupción a varias bandas. Y algo importante, hay un secreto central que finalmente no queda aclarado. Lo cual que todas las escenas violentas, de acción y de mucha adrenalina, quedan faltas de espíritu y sentido.
Envolvente y apropiada música de Arturo Cardelús, esplendente fotografía de Ángel Amorós y una envidiable puesta en escena reproduciendo poblados africanos, persecuciones, artificios y exteriores muy apropiados.
En el reparto Raúl Arévalo hace un trabajo actoral cargado de matices y muy convincente. Lo secunda una eficiente Carmela Peña como su enlace en África o Melina Matthews en el rol de su bonita y ambiciosa esposa. Acompañan muy bien actores y actrices como Paulina García o Luka Peros, entre otros.
La película impresiona en gran medida por las brutales localizaciones y secuencias violentas en África. Pero el film quiere ser algo más que thriller de acción, dada la solemnidad de un cine pretendidamente de denuncia. Y me temo que sólo lo consigue a medias.
Se trata de una historia en la que una familia, primero el padre (Antón) y posteriormente los hijos, desde los años cuarenta a los sesenta van emigrando de las montañas del pirineo oscense, camino a los cafetales de Fernando Poo. Padre e hijos trabajan duro en la finca de Sampaka, donde se cultiva uno de los mejores cacaos del mundo. En la colonia española allí asentada, los más jóvenes, Jacobo y Kiliam, descubren las ventajas de un trabajo bien remunerado, pero también una vida social más placentera que la que llevaban en la encorsetada y gris España franquista. Conocen el significado de la amistad, vivirán las noches de alcohol y mujeres nativas, pero asimismo el genuino amor. El relato reaviva el recuerdo de aquella colonia española en Guinea.
El director Fernando González Molina lleva por buen camino esta superproducción, con mucho oficio y una temática apenas tratada en la literatura y el cine hispano: el colonialismo durante la dictadura franquista. González Molina y el guionista Sergio G. Sánchez deciden pasar de puntillas por la cara política del momento que relatan, para centrarse en lo más atractivo cara a lo comercial: los amores, los celos, la envidia, el afán de poder, e incluso escenas de sexo plena selva. Todo ello narrado de manera torrencial, aunque sin profundizar demasiado.
El guion de Sánchez hace una aceptable y trabajada adaptación de la novela de Gabás, omitiendo algunos pasajes, pero en lo sustancial, fiel reflejo de la novela, con diálogos interesantes.
Hay algunos elementos destacables. Uno de ellos es la excelente banda sonora de Lucas Vidal. La grande y luminosa fotografía de un Xavi Giménez que incluye el color cálido del pasado, pues casi toda la película es un largo flashback. La puesta en escena es extraordinaria, así como los exteriores que son tomados en la Finca de Osorio, un espacio de montaña de más de doscientas hectáreas en pleno corazón de Gran Canaria. Otras partes han sido rodadas en Colombia y en los paisajes invernales nevados de la Huesca pirenaica.
Hay que felicitar a los productores Adrián Guerra y Mercedes Gamero al apostar por una historia, según el dossier de producción, “tan épica como intimista, que tiende puentes entre dos tiempos, dos culturas y dos generaciones”. Además, como dice Guerra: “es un tema que me toca especialmente cerca: mi madre y mi tío nacieron en Guinea”.
En la película se invirtieron diez millones de euros, lo cual es mucho en nuestro cine patrio. Es muy importante Antón Laguna, el diseñador de producción, responsable de unos grandes decorados y de la dirección artística, desde la fijación de la paleta de colores de la película, a la supervisión de localizaciones, construcción de decorados y elección del atrezzo (como vehículos y mobiliario). Decorados ambientados en los años 50 y 60 del siglo pasado: el complejo Finca Sampaka y el poblado bubi de Bissappoo. Y la recreación de un poblado bubi como ya no quedan en Guinea Ecuatorial. Dos años de preparación antes de rodar.
En el excelente reparto destacan el ya consagrado Emilio Gutiérrez Caba que interpreta al patriarca Antón de Rabaltué; su personalidad llena de veracidad la trama y uno se deja llevar por sus palabras y sus gestos. Mario Casas hace el papel del hermano menor, Kilian, con su magnetismo ante la cámara. Adriana Ugarte está correcta y entregada en su rol de Clarence, hija de Jacobo, que se embarca en el mayor viaje de su vida. Macarena García muy bien en todos los registros como la Julia joven de la colonia. Y así otros actores y actrices como Alain Hernández muy bien como Jacobo; o Berta Vázquez, la gran revelación de la película como la bella Bisila, en un papel crudo, profundo y sensible.
La industria española realizó un gran esfuerzo con esta cinta que tiene los alicientes para el gran público de una producción a todo trapo que agradó a muchos, a pesar de sus 163 minutos. Pues las pretensiones cumplieron con creces en lo comercial, en la fachada, en la factura técnica y en la empresarial. Tal vez faltó algo en los anhelos de calidad, en la trascendencia, en la complejidad.