Atrás queda aquel lejano día en que apareció en mi vida aquel perro color chocolate y su dueño, eran aquellos tiempos premascarilla, en donde aun la histeria no se había apoderado de las almas de la gente. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Eran días de tímidos soles y de espigón, de paseos por una orilla vacía en donde las huellas de los perros se dejaban arrastrar con el ir y venir del agua. Eran tiempos casi olvidados, pero esta mañana, mis piernas me llevaron, como tantas veces, a buscar la tranquilidad de la playa vacía, era temprano, y aun había gente, sobre todo jóvenes que volvían para descansar, otros salían como yo, a buscar la paz de las primeras horas.

La ciudad, casi dormida, en esa franja entre el sueño y comienzo del día, comenzaba a caldearse por un sol madrugador. Al llegar a la playa, las primeras sombrillas ya anunciaban que había ganas de domingo.

Mis pies, desnudos y hundidos en la arena se refrescaban, sintiendo un agradable frío, algo que seguro echaría de menos en pocas horas. Miré al frente, al gran espacio que se abría ante mí y pensé en todos aquellos que ya no volverían a disfrutar de aquellas vistas. Pensé en el esfuerzo de cientos de personas por salvar vidas, en el esfuerzo de aquellos por procurar que el daño fuera menos apreciable. En quienes día a día se esforzaban por decidir qué hacer en cada momento.

Pensé en todos y cada uno de nosotros, que cada mañana nos levantábamos decidiendo como vivir, miré mi muñeca, nunca llevé reloj, y ahora, no se separa de mi mano ese marcador que nos recuerda que estamos de paso, mi mascarilla reposa tranquila sobre la mano, por inercia, y a pesar de estar solo me la coloco.

En ese momento me invade una ola de ridículo sentimiento. Veo la playa plagada de gente, comiendo, bebiendo, disfrutando, sin guardar distancias, y por la orilla, tres señores que son los encargados de hacer las playas más seguras, uniformados y con mascarilla, y cuya función cada día me queda más clara, aún no conozco a nadie que haya sido amonestado en la playa por estos señores cuya autoridad es la misma que la del comité de expertos del gobierno.

Con cuidado retiro mi ocultador de sonrisas, la vuelvo a colocar sobre mi muñeca, y a hasta mis pies, arrastrada por las olas, llega una mascarilla, la misma me mira incrédula, va y viene al compás de la marea, y en silencio, sé que se ríe mientras se deja llevar por los vientos.