En ocasiones la nostalgia me transporta, el calor me envuelve en un mágico recuerdo de soles y campos dorados, las chicharras ponen melodías a mis recuerdos, y al cerrar los ojos, la noche me trae los aromas de jazmines y el susurro de los grillos.

La ciudad, con sus particulares sonidos deja de tener sentido, y una placidez y relajación me ayuda a centrarme en todo aquello que me gratifica. A veces, esa paz que buscamos, la tranquilidad no la da el entorno, sino nosotros mismos.

Del mismo modo, a veces nos empeñamos en un malestar, una molestia a la que damos sentido retroalimentándola hasta parecernos el más injusto de los castigos.

Hoy, sentado en la placidez de mi propia soledad, miro al cielo, cierro los ojos, y El Puerto se me antoja de dos formas distintas. Los coches, los ensordecedores ruidos que vienen de aquello que me rodea, y unas ventanas que dejan pasarlo todo son esa parte molesta de mí. Frente a ello, mi propia paz, el respirar un aire que si me concentro sabe a mar, y nada más, mi mente en silencio se aleja.

En ocasiones, El Puerto desprende tanto ruido que agota, pero ese ruido no proviene de una ciudad tranquila, de una ciudad que, dentro del ocio, de sus ferias, de sus semanas santas, de su todo puede ser vivida en paz. Nos olvidamos de que el ruido interior a veces es tan fuerte que no se queda en nosotros, nuestras quejas, nuestro “derecho”, nuestra negatividad envuelta en una justicia ridícula, nuestro todo, y nuestra nada, al final hacen de El Puerto una ciudad bulliciosa en donde el visitante solo escucha cacareos incesantes de reproches, quejas, justificaciones y acusaciones. Un ensordecedor ruido que a veces es necesario parar.

En ocasiones, la nostalgia me transporta, me encierro en mi mismo, cierro los ojos y entonces me dejo llevar por el olor que desprende el murmullo del mar, escucho solo el aroma de las algas que descansan en la orilla, escucho el silencio sobre El Puerto, y descanso, descanso sin desear mal a nadie.