Mis días pasan tranquilos, y mientras escribo apuro el primer café de la mañana, pienso en todo lo ocurrido en esta ya lejana semana, y me sigue pareciendo que desde que llegué ha pasado una eternidad.

Mi amigo el Bigotes lleva dos días en casa de una hermana que vive en otra localidad, y aunque no me lo quiera creer, echo de menos sus charlas, sus deducciones de una lógica popular aplastante, y sobre todo esa falta de empatía con unos y otros, pues a la hora de decir verdades aplica ungüento en todo partido u opinión. Y esa eternidad ya vivida me deja lugar, no a opinar, pues no siendo mi ciudad, entiendo que no me corresponde, pero sí que me permite ver la historia desde una perspectiva lejana y fría. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Desde mi particular postura, sin que historias del pasado me intoxiquen, lo vivido es propio de una comedia al más puro estilo de Guareschi. Y es que por un lado si un ayuntamiento contrata algún servicio o promociona una zona de ocio, lo normal es que se le haga cumplir con la normativa, se le exija la documentación oportuna y ya está, no es alguien ajeno que quiere hacer algo.

Es como si voy a IKEA, me compro una cama y cuando la instalo yo mismo me digo que no autorizo al montaje de esa cama. Aun menos sentido tiene que desde los que se oponen digan que es ilegal, no injusto, ilegal, ya que la licencia le daría legalidad y la da quien ha promocionado, pudiendo legalizarla.

El rizo se enturbia cuando quien compra y monta la cama da la razón a quienes dicen que esa cama es ilegal, lo cual es muy raro, porque en parte hubiera bastado con exigirle la documentación precisa y legalizar. Pero es que lo mejor viene cuando la historia continúa, no ya por esto, sino porque habiendo hecho lo que hizo, lo hizo a sabiendas de que hizo lo que había hecho.

Yo siempre pensé que los políticos de mi país eran demasiado viscerales, como il  Cavaliere, sin embargo aquí son distintos, cada cual que saque sus conclusiones. Me hubiera gustado conocer la opinión del Bigotes.