La oscuridad todo lo tapa, todo lo vela, ocultando las verdades desagradables de una vida enmascarada. El Puerto y sus noches reflejan una realidad distinta, una realidad en la que se olvida lo vivido, en la que, por unos instantes, el único recuerdo de aquellos días, son las mascarillas que adornan las muñecas, mientras las manos se aferran a una copa.
Como siempre, como si nada hubiera cambiado, las terrazas abarrotadas de risas olvidan el dolor. El Puerto, a pesar de las advertencias de algunos que, con buenas intenciones, creo, se jactan de anunciar pandemias y rebrotes apocalípticos, vive la noche sin miedo al mañana.
Es curioso como incluso la noche se politiza, como se culpa de imprudencia no a quienes se animan a vivir su momento, sino a quienes gobierna por tal de buscar esa paja en el ojo ajeno, un gobierno que poco o nada puede hacer para confinar por miedo a una población que ansía esa libertad.
La noche, clara y limpia se llena a veces de nubes agoreras. Aun así, la prudencia no es solo fundamental, es una necesidad, pues la cercanía de aquellos duros días no se puede ningunear ni obviar.
Sorprende, y mucho, la animación, otra cosa será el consumo en las terrazas, pero sorprende, y mucho, ver como se tiende a salir incluso más que antes, se necesita, se quiere, se ansia y busca, se disfruta de aquello vedado como jamás se prohibió nunca.
Al fin y al cabo, si observamos las calles, comprenderemos que los efectos rebotes son más importantes que los rebrotes, que días y días sin poder hacer incluso lo que no nos apetecía, nos lanza a la búsqueda de aquello que antes ni siquiera hacíamos con frecuencia.
La noche, la noche en El Puerto, todo lo oculta, todo lo tapa, incluso los deseos de esa libertad mal entendida, en donde una reclusión por salud, se toma como un castigo apocalíptico que nos lanza en busca de esa noche que nos envuelva.