El verano invita a los paseos, a disfrutar de una ciudad que duerme al amparo de bosques y playas, sin necesidad de tomar vehículo alguno, en escasos minutos, y estemos donde estemos, nuestros pulmones se oxigenan, nuestra vista encuentra paz, y nuestras piernas, en un paseo sin fin, pierden de vista el asfalto.
Volviendo la vista atrás, la ciudad se nos presenta cercana, la nueva, la antigua, la moderna, toda ella, toda una ciudad, en donde conviven cientos de entornos, una ciudad en donde tienen cabida desde los que quieren campo, a playa, desde los que se pueden permitir un piso a los que buscan un chalet, desde el ciento al infinito.
Cada una de sus partes dotadas de todas las infraestructuras necesarias, y por desgracia, en algunas zonas, desaprovechadas por el abandono, y en otras pendientes de dotación.
Ello nos conduce a pasear, a ocupar los espacios abiertos, y una vez en ellos, preguntarnos si realmente la ciudad necesita expandirse o realmente lo que necesita es cuidar las zonas que ya tenemos.
En un sinsentido lógico y razonable, y seguramente fruto de políticas heredadas de a saber cuándo, ocupar mas ladrillo para perder el verdor de los pinos, construir en lugar de restaurar, ocupar en lugar de habitar, nos hace preguntarnos el porqué.
Mis pies siguen avanzando, y el mullido manto virgen me acoge. A lo lejos, kilómetros de ladrillos que se pierden en mi vista, hasta que, adentrándome en la espesura, me dejo abrazar para no ver más que pino y duna, y a lo lejos, mi mar. Poco a poco me dejo llevar y respiro profundamente, preguntándome hasta donde tendré que caminar cuando el asfalto invada mi mundo.
El Puerto se me asemeja a un juego en donde zonas abandonadas lo son por la dificultad, pues a veces, restaurar es más complicado que levantar en tierra virgen, y aun así, poco a poco, las zonas abandonadas van acumulando despojos que terminan por destruir lo nuevo.
Quizás algún día, alguien obligue a quien construye a hacerlo sobre lo abandonado, en lugar de en lo paseado.