Era sábado, mi sábado, mis salidas, restringidas y cortas, ahora podían llevarme a donde quisiera, pero decidí quedarme en las cercanas estribaciones de aquel que ya consideraba mi centro. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Reservé en una terraza, mi barra, mi adorada barra, de momento se alejaba de mí, aunque sé que volvería. Aquellas calles, antes repletas, y que me esperaba encontrar cómodas y amplias, eran un hervidero de vida.

Me sorprendía, y mi amigo, al que pedí que me acompañara, me demostró lo bueno de sentarte en una mesa a ver pasar a la gente. Cuando estas con alguien que conoce vida y milagros de la ciudad, es encantador que supiera la vida de tres de cada cuatro personas.

La noche pasó divertida, y me hice con el conocimiento de cientos de portuenses, de los que ya supe identificar por sus profesiones o familia. Eso conocimiento me acercó a la gente, pues no es lo mismo unos buenos días, que unos buenos días desde el origen.

No conté las mascarillas, porque lo cierto es que eran las menos sobre las más. En ese momento,  la ausencia del perro color chocolate no me impidió ver la calva de mi buen ya más amigo que conocido quien, aceptando la invitación, ocupó una de las dos sillas que quedaban libres.

A una botella siguió la siguiente, y la vida que nos rodeaba, el barullo, los murmullos y la alegría, nos contagió hasta el extremo de disfrutar, como nunca, de una maravillosa noche.

La gravedad, la pena, el recuerdo de quienes se fueron, pues su presencia me rozó de cerca allá en mi tierra, me hicieron comprender la lección recibida. No aprendimos, y no aprenderíamos nunca, el libre albedrio era inherente al ser humano.

Mi bigotes me confesó que aún tenía miedo, pero que era incapaz de quedarse en casa, el calvo, sin embargo, me confesó que desde que el sol lo acompaño, la playa fue para él solo. Ni los baños ni los paseos le fueron ajenos durante el confinamiento, me confesó que le deba igual, que si le decían algo se hubiera marchado, y que si le hubieran multado, con la ruina que tenía encima, que más le daba.

Ese era El Puerto, a caballo entre el miedo y el desprecio pacífico y bonachón a unas normas absurdas para unos, insuficientes para otros.