Casi sin darnos cuenta, inundados por sobreinformación, abotargados por días de confinamiento, casi sin darnos cuenta, volvemos a ser nosotros mismos, atrás queda la angustia y la incertidumbre, el miedo a lo desconocido, y que ahora, casi sin darnos cuenta, se ha convertido en un elemento más de la ecuación de nuestras vidas.

Una vez más volvemos la vista a los paseos, a las playas, y con la luz del atardecer, cuando ya refresca el día, volvemos a la tranquilidad de disfrutar de un entorno maravilloso.

Antes de que incluso olvidemos lo vivido, nuestros pasos se fijaran en los esteros, que se llenan y se vacían con las mareas, y así, mientras vemos enrojecer la tarde, comprenderemos que la vida al fin y al cabo tiene altibajos, a veces más pronunciados que otros, a veces, más dramáticos.

Observaremos que el agua siempre regresa, y que el estero, casi vacío volverá a llenarse. Aun sin compuertas, aun sin que la mano del hombre altere sus circunstancias, la marea imparable hace su trabajo, y nosotros, nada podremos hacer.

Las huellas de la bajamar mostrarán las marcas del agua, dejarán al descubierto las heridas, y luego, el bálsamo de la pleamar, volverá a sanarlas mientras cae la tarde.

Lo ocurrido va pasando, no es un recuerdo, ya que aún lo vivimos, pero perdido el miedo, llega el respeto, el respeto a lo conocido, y el lamento por los que se fueron entre la angustia, el miedo y la soledad.

Acaba el tiempo y la tarde ya va cayendo, el rojo atardecer dejará paso al plateado resplandor sobre el estero, el agua bajará y subirá, y nosotros, no olvidaremos la experiencia, de la que habremos aprendido que la vida simplemente pasa.