Solo me faltaba mi café, pero la mañana me invitó a emprender la larga marcha en busca del café perdido. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Como si nada hubiera pasado, mi amigo me esperaba en el dintel de la puerta. La incertidumbre marcaba nuestros pasos, y ante cada pregunta sobre la situación de mis lugares conocidos, la respuesta siempre era un rotundo no, aun no.
Pensé que cuando se pudiera reabrir los bares, todos en tromba abrirían sus puertas. Me equivoqué. Pocos eran los que ofrecían servicios. No desfallecimos en el intento. Mi afán deportivo había durado lo mismo que reponerme de la primera vuelta. Fue una experiencia bonita que siempre recordaré, pero no era comparable con el objetivo de buscar un café y una tostada con tomate y jamón.
Finalmente encontramos un lugar acogedor, la terraza, según me parecía, tenía incluso más mesas y barriles que antes, pero respetaban la distancia. Nos sentamos, aunque seguía siendo hombre de barra, y pedimos.
A lo lejos vi el enorme labrador chocolate, y la calva, brillando al sol, de su dueño, el cual se nos unió. La segunda ronda de cafés atrajo a una pareja de Policías Locales, los cuales amablemente nos indicaron que no respetábamos la distancia de seguridad... Estábamos solos en la terraza. Nos indicaron que debíamos estar dos metros separados, lo cual nos forzaba mucho para llegar a coger el vaso de la mesa.
También nos indicaron que no teníamos mascarillas ni guantes… Mi amigo, que además, como era natural, los conocía, con la misma amabilidad, volvió a arrimar su silla a la mesa, tomo su café, y cortésmente les invitó a que si se tomaban el café con la mascarilla puesta los invitaba.
Aburridos, pagamos, nos levantamos y nos fuimos, dejando que los amables policías siguieran instruyendo a los que acababan de llegar, y sobre todo al dueño, al que pidieron documentación que ni sabían que existía. Comprendí porqué no abrieron todos los bares, fueron prudentes… aun tenían temor… pero a la administración, que era casi tan letal como el virus.