Si algo hemos aprendido de todo lo ocurrido es que al fin y al cabo, todo se olvida, todo pasa, nada permanece más tiempo del necesario.
No hace mucho vivíamos pendientes de las últimas cifras, la mayoría la población, a regañadientes, se confinaba temerosos del que sucediera en los próximos días, y las calles, vacías, dejaban paso a un sinfín de incógnitas.
Las ocho de la tarde se convirtieron en un aplauso, y en algunas calles todos se animaban poniendo estridentes músicas, eso sí, con la cómplice sonrisa de todos, incluidos policías. Los enfermeros eran héroes, los cajeros valientes, y todos mostraban una comprensión inusual.
Ha hecho falta tan solo una apertura, tan solo un momento de recuperar la libertad perdida para que todo se tiña de gris. Se cuestiona la realidad, los héroes ahora son simples personas que cumplen con su obligación, y las normas se eluden. Las ocho de la tarde son ahora el pistoletazo de salida para quienes aun temen algo, y las calles se inundan de vida.
Es verdad que todo pasa, y la triste sensación de crisis y apoyo ahora es euforia y prisa por volver a nuestras costumbres, a nuestra libertad. Poco a poco son más los que dejan de tener miedo para tener respeto al virus, y en nada, seguramente, incluso eso se le perderá.
Ahora no obedecemos, exigimos respuestas, y se ha vuelto a la división, el sentido común se volverá a perder, y comenzaremos a defender colores en lugar de gestiones. Para unos serán buenos buenísimos, para otros, peores que Belcebú. Y así, poco a poco comenzamos a volver a nuestra normalidad de incomprensión, mentira y odio.
Parece que lo vivido no ha servido de mucho más, poco a poco, el ser humano se vuelve a levantar con el mismo sentido común que no hace mucho.