Hoy cierro los ojos, los años han pasado, atrás quedan veranos eternos, ya no soy el que era, y sin embargo, sentado frente a mis recuerdos, paseo por aquella carretera sin asfalto cuyas lindes pasaban del mortero blanquecino a las piedras, y de estas, sin darme cuenta, a la dorada arena de mi playa. 

Frente a mí, rojiblancas paredes terminadas en pico me cerraban el paso, y la vista que mi olfato intuía, el mar, el salado mar inundaba todo el ambiente limpiando el aroma que emanaba de los pinos de mi espalda. 

A mi derecha, una franja de arena limpia me permitía el paso, hacía años que la puerta de atrás estaba cerrada, y en mis sueños nadie podía entrar en aquel muro de madera con sabor a mar.

Me acerqué a la franja y a mi izquierda, un baluarte de esplendoroso verde enlozado en arena prensada por el reciente riego, permanecía aun cerrado, y aun así, el aroma a mar en aceite apuntaba ya a que en breve pasearían bandejas repletas de lonja y huerta.

Frente a mí, onduladas dunas me recortaban la visión de un mar adentro encerrado en la bahía, con los ojos cerrados, buscaba el rompiente de las suaves olas que olía en la distancia.

Mis pies notaron el que, a esas horas, eran un lecho de suave y dorada nube que me acogían. Yo sabía en no pasaría mucho tiempo hasta que esa acogedora sensación fuera cálida hasta el punto de hacerme saltar. Poco a poco, el dorado y seco mar me fue dejando ver las primeras nubes de algodón que buscaban el principio del final, hasta que mis ojos se toparon con la bella danza de la sal y la arena… envueltas en un azulado blanco, brincaban acariciando la lejana orilla.

Aun tarde un rato, coqueta, recortada, acogedora, el más porteño de los rincones me brindaba el bienestar de saberme en casa, sus brazos de ostionera me saludaron y con mis pies besados por las olas, me fui dejando envolver hasta que tierra y mar, Puerto y yo, solo fuimos uno que se dejó acunar a la sombra de un cielo de esperanza.