Llegamos a un Lunes Santo cargados de la aflicción, la fortaleza demostrada ante una Semana Santa atípica va dejando paso a la resignación por la realidad vivida, y eso conduce a la aflicción.
Atrás quedan recuerdos, muchos, desilusiones y miradas al cielo para ver si llovía, y hoy nos damos cuenta que peor que la lluvia es el no poder rezar ante los titulares.
Poco a poco todo irá pasando, hasta el punto incluso de olvidar lo ocurrido, la penuria quedará atrás, sonreiremos de nuevo, y volveremos a mostrar indignación, como es natural, algo cambiará, y el mes de abril volverán las ilusiones, volverá la primavera, y miraremos atrás con nostalgia.
Muchos pensarán que algo cambiará, que las cosas no volverán a ser como antes, y sin embargo, nos guste o no, las cosas volverán a ser como antes, con sus virtudes y defectos, y el ser humano olvidará lo vivido, para bien y para mal.
Sin embargo, duele ver como en situaciones como las que vivimos más que un estado de alarma vivimos en un estado de excepción. El primero se reserva para situaciones como las que vivimos, el segundo cuando existe una crisis institucional y política que puede poner en peligro al propio estado, que no es la situación actual.
En el primero de ellos, los derechos fundamentales se deben respetar, sin embargo está claro que no, ya no solo se ordena el confinamiento, se prohíbe el derecho de reunión y el culto, se nos controla telemáticamente, y ello conduce a situaciones como el desalojo de una iglesia en Cádiz, y la suspensión de una misa en Triana.
La responsabilidad es una cosa, el que quince personas escuchen misa guardando las normas de seguridad es menos peligroso que ir al supermercado, el que se celebre una misa en una azotea con cinco personas es menos riesgo que un hogar con siete miembros. Sin embargo, hasta qué punto no se está pasando de un estado de alarma a un régimen represivo. Esperemos que todo quede en anecdótico y la aflicción del Lunes Santo pase lo antes posible.