En estos días, en los cuales no se puede pasear, días en los que recorrer las calles y los rincones de El Puerto se ha convertido en algo prohibido, el cuerpo se regenera.

Aun sin saberlo, tenemos una capacidad de adaptación sorprendente, hasta el punto de que vivimos y vivimos hasta sobrevivir adaptándonos a lo que tenemos o nos tiene que venir.

La falta de libertad, algo impensable es una realidad, y ahora, nos damos cuenta de lo mucho que teníamos sin saberlo. Aun así, y siendo necesario, no todo es falta de libertad, seguimos pudiendo volar, y por ello, en lugar de confinarme en mis cuatro paredes, este mismo confinamiento me hace disfrutar de los rincones más escondidos de mi mente, me hace oler esos aromas de aquel río, y sin saberlo, me trasporta hasta los pies de las bodegas y sus caldos.

En tiempos en los que lo prohibido me debería impedir disfrutar, disfruto de los momentos, de los recuerdos, y de la vida. Salgo al balcón, aspiro hondo y percibo todo. Todo está ahí, todo sigue en su sitio, los aromas, las vistas, yo. 

Percibo la realidad de mis pensamientos, y sin pensarlo, me encuentro apoyado contra un pino centenario mientras contemplo como rompen las olas contra las rocas. Percibo el aroma a pinos y mar, y el murmullo de ese mar me va dejando en un letargo agradable y fresco.

A lo lejos, las gaviotas, confinadas en su cielo, observan como por primera vez en sus cortas vidas, la mano del hombre se comporta… el cielo más limpio, sin humos, sin ruidos, sin desidia; las arenas, despejadas, acogedoras de sus huellas que se marchan con la marea arrastrado solo la paz; y la mar, nuestra mar, limpiando sobre limpio, acunando las orillas ahora desiertas, y sin embargo, ese mar, ese mar acogedor, no sigue echándonos de menos.

Abro lo ojos, pero no veo el edificio de enfrente, sigo viendo la inmensidad de ese horizonte limpio y claro que sabe a mar y pinares.