No podía decir que tenía frío, y mucho menos lo hacía, pero, aún así, como tenía prendas de mi antigua vida, decidí ponérmelas. En un principio pensé comprar todo nuevo para mi nueva etapa, vida nueva ropa nueva, pero era mejor aprovechar lo que ya tenía. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Enfundado en unas plumas más propio del medio oeste y de los Apalaches que de el sur de España, salí a pasear. Para mí, aquellas ocho de la mañana eran tardías horas, pero al parecer, para el resto del mundo no, ya que enfilando la calle de Luna hacia el río, no me crucé con nadie.
La fresca brisa me despertaba el rostro, y el río, tapado con una brumosa sábana se desperezaba. La imagen era bellísima, al fondo, frente a mí, se vislumbraban los pequeños barcos mecidos por las olas. Sin darme cuenta avancé entre el río y las construcciones que pasaron de una siglo a otro casi en segundos, era como poner diapositivas, ahora edificios altos, ahora un antiguo hospital medio en ruinas, ahora edificios, ahora retos de una aduana grande y solariega… bodegas, edificios, casas bajas, y a lo lejos, lo que debieron ser pinos y la playa.
Entonces, pasé de los cascos de bodega sin aromas a la sabrosa luminosidad de la playa, ya con una amanecida total, el mar me llamaba, y hundiendo mis pies en la arena vi como un perro ladraba y corría por la orilla, era un enorme labrador color chocolate que movía su cola y hacía tímidos amagos de entrar en el agua, que debía estar como un gin tonic cargado de hielo.
Me fijé en el perro, nadie estaba cerca, a no ser que la calva que sobresalía del agua fuera la de su dueño. Efectivamente, del agua comenzó a salir una imagen que me causo escalofríos, el perro corrió en su busca, y descubrí que, en esta ciudad, hasta en invierno había gente que aprovechaba para bañarse.
Casi no fue necesario sacar las manos del bolsillo, ya que me saludó efusivamente, a lo que solo pude responder con un “mucho frío para bañarse”. La risa que le provoqué, y su explicación sobre los beneficios del agua fría me hicieron casi creer que disfrutaba con aquellos baños.
Me comencé a acercar, y mientras se secaba, me hizo fijarme en la belleza de aquella playa urbana, desaprovechada de una forma absurda, ya que lo coqueto, recogido y bello del entorno solo no encontraba amparo en bulevares, clubs, o algo que permitiera tener vida. A pesar del frío cómo sería aquel paseo lleno de locales, lleno de gente ocupando las terrazas para disfrutar de un amanecer o un atardecer al olor de los pinos. Claro está, era una opinión, solo la opinión de un recién llegado al que algún día le contarían la historia de una casetas de madera y unos toldos a rayas.
Mi nuevo amigo me invito a un café, que yo busque con la mirada, pero seguro que habría algún sitio para tomar café.