Casi antes de que pudiera darme cuenta, mis escasas pertenecías se encontraban en mi nuevo apartamento, pena me dio despedirme de aquel hotel, entre familiar y profesional, coqueto y divertido.

Mi nuevo piso apenas tenía un mes, ocupaba una esquina entre las calles Ganado y Cielos, el mío daba a una de las entradas del Mercado de Abastos, y era un edificio más que rehabilitado nuevo, que su propietario alquilaba como apartamentos turísticos.

Tras llegar a un largo acuerdo, pude conseguir un buen precio, otra no me quedaba, como extranjero en una ciudad nueva, el querer alquilar un piso, sin nomina ni referencias era un auténtico calvario, y nos veíamos abocados a esa nueva modalidad, los alquileres turísticos, algunos de los cuales llegaban a alcanzar los más de 150 euros diarios… algo impensable si se quería estabilidad.

Mi nuevo salón amueblado en IKEA en ese estilo minimalista que tanto gusta hoy, sobre todo más por lo económico que por el gusto por la amplitud de espacio, daba a un amplio balcón, al que al asomarme parecía estar dentro del mercado. Mirando a mi derecha tenia la bella imagen de los nuevos tiempos con los contenedores subterráneos, cuyas bocas de metal se abrían en un intento de aparentar una limpieza inexistente. Raro era el día que la basura no se acumulaba en los alrededores, a saber si por la escasa capacidad, o la amplia vagancia de quienes tiraban la basura. Eso sí, los desperdicios del mercado no se acumulaban allí, gracias a Dios.

Mi dormitorio, dando al interior impedía despertarme junto con los camiones de reparto, por lo que el especio era de lo más agradable. Levantarme e integrarme en la bulla ciudadana era un todo. Desde pequeño había vivido en frías urbanizaciones, donde el despertar era solitario, casero, y a mí, a mi me gustaba levantarme sabiendo que no estaba solo en la tierra, que podía levantarme y dar los buenos días a conocidos y desconocidos. La única pega era los días sin mercado. Parecía como si todo durmiese en el cuento de Blancanieves. Pero bien visto, esos días sin mercados ofrecían la posibilidad y la ventaja de la tranquilidad de una urbanización, con la parte ventajosa de dar dos pasos y acudir a la ribera del río donde la vida era más propia de días sin mercado que de mercado.

En conclusión, mi nuevo hogar me gustaba, me gustaba el entorno, sus mañanas de voces y olores, sus atardeceres de una ciudad dormida y tranquila en donde con solo salir a pasear podías tener una playa, tanto si querías andar media hora, una hora o más.