Salí a fumar, no por imposición, sino mas bien por propia convicción, y entonces sucedió. En el cálido frescor de aquella noche portuense paseé la vista por lo que me rodeaba, algo me llamó en el interior. Me había enamorado de aquella ciudad, lo acogedor de sus gentes, que como si de un paisano de toda la vida fuera me trataban; me enamoré de su clima, con ese frío acogedor y cálido de sus inviernos; me enamoré de sus calles, en donde a pesar de todo, una extraña paz invitaba a recorrerlas.
Cerré los ojos, todos aquellos problemas que hubiera podido tener desde mi llegada se tornaron en anécdotas superables, en pequeños contratiempos propios de la aventura. Mi nuevo mejor amigo me pidió un cigarro, y con la amplia sonrisa que se merecía se lo ofrecí. Juntos fumamos y acompañados por el silencio dejamos que se fueran consumiendo los minutos. Tenía que buscar un alojamiento más apropiado, un hotel no era lugar para hacer vida.
La elección del lugar no ofrecía dudas, mirando a mi bigotes le pregunté por la mejor zona del centro para vivir. Su cara de extrañeza fue todo un poema. Me explicó que normalmente la gente buscaba alojarse en las urbanizaciones del extrarradio, cerca de las playas, en todo caso en las nuevas zonas de la avenida o de la Libertad.
Mi libertad la tenía delante, mi ser no soportaba vivir lejos de los centros, de la historia, de los mercados, de la bulla cotidiana. Aun advertido como quedaba de que el centro estaba bastante despoblado, insistí en que me gustaba la zona del centro, del casco antiguo. A lo que me respondió que si buscaba algo antiguo, encontraría muchos pisos antiguos y viejos. Me alejó en su pensamiento de los barrios más lejanos al mercado, a la Bajamar, o a la calle Larga, recomendándome que buscara por las calles más céntricas y cercanas la plaza de la Iglesia. Se auto obligó a ofrecerme su desinteresada ayuda, y pidiéndome paciencia, nos emplazamos para iniciar la marcha en busca de una casa a la mañana reciente, la cual ya no quedaba muy lejana.
Una ilusión extraña me abrió la mente, y le expliqué que la vida estaba allí, no comprendiendo como la gente, tal y como él me explicó, no quería vivir en el centro. Los bares, las tiendas, la vida, la mañana con sus gritos y sonoros olores estaba frente a nosotros, la vetusta soledad de aquella noche era la apropiada para perderse después del bullanguero día.
Tiré el cigarro en el cenicero que había en una mesa cercana, pagamos y me despedí de todos. El hotel estaba a menos de diez metros, y aun así, la falta de sueño me hizo encaminarme a un camino más lejano, quería disfrutar de aquella luminosa luna de invierno.
Arrebujándome innecesariamente en mi abrigo, y seguido de mi cicerone, comenzamos a andar hacia el mercado, me indicó que posiblemente en una calle cercana había un local abierto donde podíamos tomar una copa. Dejamos atrás la calle Larga, y me señaló varios edificios en donde podría encontrar casa.
Recorrimos un callejón, acogedor a su manera, mientras mi vista, como si estuviera en New York, miraba aquellos minúsculos rascacielos de mi centro, ambos nos detuvimos en seco, nos miramos… todo parecía sonreír a quien al abrigo de la noche nada buscaba.