En no pocas ocasiones recorro las calles de la ciudad dejándome llevar por sus aromas, y en especial recuerdo con nostalgia aquellos olores de la zona más alejada del centro. Olor a trasiego, a vendimia, a Puerto, olor a aquellos años en los que el vino era más arte que química, más tesón y confianza que buen hacer.
Recuerdo aquellos paseos en los que la nariz aspiraba lo que se bebía. Eran años del atraso, según los nuevos cánones, en los que capataces y arrumbadores ya han dejado paso al control de calidad.
Aquellos olores hoy tapados con los grandes depósitos de acero nos traen a las botas solo el romanticismo de antaño, y aun siendo éstas la base principal, y desde un punto de vista totalmente huérfano de sabiduría enológica, echo de menos aquellos olores.
Muchas veces me pregunto dónde están esas calles iluminadas de oro, me pregunto porque ya no huelen como antes… quizás los nuevos tiempos, que tan deprisa avanzan se los hayan llevado a polígonos o mejores zonas comerciales, pero me cabe la duda del escaso apego. Y ello me trae a la mente que gente de más allá del charco, conocedoras de nuestra cultura vinatera, hayan visto en nuestro marco el ofrecer una oferta de turismo enológico.
Me sorprendió aquel costarricense hablando de montar hoteles con encanto en la zona, de ofrecer visitas a viñas, almuerzos en bodegas, pequeños cursos sobre la cultura del vino, y cobre todo me sorprendió que gente, que jamás olieron nuestras calles en la vendimia, sientan apego y vena la riqueza en todas nuestras tradiciones.
El olor me sigue transportando a esos criaderas de oro, el olor sigue impregnado mis sentidos, aun habiendo desaparecido, y el sentido común, me sigue diciendo que si esto no fuera El Puerto de Santa María, ya tendríamos cientos de proyectos en marcha, excursiones, cursos, visitas y rutas del vino atrayéndonos a gente que jamás pasearon por entre los aromas del mosto fermentando.