Con el paso de los años hemos ganado en tecnología y sabiduría popular y, sobre todo, hemos perdido empatía, visión de la realidad y capacidad analítica (sustituida ahora por la IA), convirtiéndonos de una forma abrumadora en seres cada día más fríos e insensibles y, eso sí, muy listos, porque las redes dejan claro que el más tonto hace relojes de cuco; otra cosa es que funcionen.

Centrándonos en nuestra realidad actual, como siempre ha ocurrido —y siendo algo que a ninguna persona normal agrada o satisface—, la pobreza, el abandono y los vagabundos llevan años cohabitando con una sociedad que se llama a sí misma del bienestar y del desarrollo. En los años treinta, ya nuestra insigne y polarizada República promulgó la Ley de Vagos y Maleantes: había que acabar con la lacra.

La Iglesia, que ya por aquel entonces era presentada como el ejemplo de la mayor de las maldades del mundo, hacía lo mismo que hace hoy: ayudar en lo que podía, mientras el Estado los encerraba y les daba de comer en las cárceles para que no estuvieran tirados en la calle. Ni que decir tiene lo que se hacía con las iglesias para que todos estuvieran más calentitos, pero esa es otra historia.

Hoy siguen poblando nuestras calles. El número exacto, desconocido. Los medios, insuficientes, como siempre; las soluciones, de muy difícil aplicación, sobre todo cuando el propio individuo, amparado en su libertad deambulatoria, decide —para que nos entendamos con pocas palabras— hacer lo que le sale de los cojones. Desde quienes sufren un trastorno hasta los que simple y exclusivamente se niegan a vivir en sociedad, aunque sea a costa de esta.

En Navidad, el espíritu salvífico de algunas personas —las más con algún trastorno o auténtico empacho mental—, desvinculando estas fechas, que por supuesto nada tienen que ver con la religión, del nacimiento de alguien y su doctrina, clama a los cielos —que por supuesto no existen— y, muy lejos de culpar a la propia sociedad o al propio individuo, aprovecha que el Guadalete pasa por Logroño para arremeter contra una Iglesia que sigue haciendo lo mismo de siempre: lo que puede y lo que le dejan. O contra, no las instituciones, sino los gobernantes, sobre todo si son de la más rancia y casposa derecha, demostrando la escasa evolución del espectro político.

Desgraciadamente, la sociedad —la propia sociedad— es un conjunto de hechos y circunstancias, un yin con su yan, la mezcla de eternas realidades con su componente personal, en el que cada cual tiene en sus manos hacer lo que considere oportuno: los de un lado y los de otro, sin olvidar que, al menos, las instituciones deben poner los medios para paliar los males de su entorno, sin hacer de ello su principal objetivo, que no lo es.

Para mí, estas fechas seguirán siendo el momento en que más nos acordamos de los que están, de los que se fueron, de los que se alejaron y, por derivación, de aquellos seres que forman parte de nuestro entorno y que, quizás, o no tuvieron suerte, o se buscaron su propio destino, o simplemente se vieron abocados a una forma de vida que nunca pretendieron vivir.

Ojalá que esta Navidad, y todas las que me queden por vivir, no pierda ese sentimiento y, en la medida de mis posibilidades, siga siendo mi Navidad con amor.