Dicen que con la pandemia ha aumentado el número de divorcios en general y particularmente en nuestro país. Esta curiosa y lamentable noticia me lleva en esta entrega a hablar de divorcios. Solo que en este caso me ceñiré a dos películas más que aceptables de procedencia británica, por lo tanto a divorcios dentro de la cultura “british”.
La primera de estas películas es un estreno reciente en nuestras pantallas de título Regreso a Hope Gap (2019), film autobiográfico de su director William Nicholson que vivió décadas atormentado por el divorcio de sus padres, lo cual sucedió cuando era joven. La segunda cinta que comentaré es de Dominique Cooke, En la playa de Chesil (2017), que relata la historia de amor truncada en un matrimonio joven, como consecuencia nada menos que de lo acontecido en la “noche de bodas”
REGRESO A HOPE GAP (2019). El señor Edward decide separarse de su exasperante esposa, Grace, después de 29 años de matrimonio fallido. A partir de este punto, cada uno de ellos buscará, a su manera, la forma de rehacer su vida. Mientras que él tiene otra mujer esperándolo, ella vive para el resentimiento y el despropósito. Todo ello ocurre en un pequeño pueblo de costa próximo a los acantilados y al paisaje costero y rocoso de Hope Gap.
William Nicholson (1948) es el director y guionista, que adapta a la gran pantalla una pieza teatral suya, The Retreat from Moscow donde relata el divorcio para él traumático de sus padres. Es pues un film autobiográfico.
Describe al matrimonio en su cotidianeidad, su difícil convivencia, las tediosas rutinas, una esposa exasperante junto a un marido tibio, los anhelos de ambos, sus frustraciones. Y finalmente, el corte seco del divorcio.
Toda esta urdimbre compleja y fatal es llevada con una enorme maestría por dos actores de talla: Annette Bening y Bill Nighy, ambos de elegante apariencia en lo externo y un interior bien tratado, tormentas incluidas. Lo hacen tan bien Bennin-Nighy, que las interpretaciones de ambos mantienen en gran medida el film. Benning como mujer insoportable que ni entiende ni acepta que su marido quiera separarse; y el conocido Bill Nighy, interpreta al marido cansado de la vida en común con su señora.
La cosa, bien llevada por el equipo, hace que el espectador acabe poniéndose en un lugar cercano al del hijo, que comprende los sentimientos comunes de sus padres. Sentimientos como la felicidad/infelicidad de ambos, la desdicha, la soledad. Un hijo adicto a la madre y muy dependiente.
Ritmo adecuado, buena ambientación y puesta en escena, interesante, delicada y adecuada música pianística de Alex Heffes y una luminosa y límpida fotografía de Anna Valdez-Hanks, con una cámara que sobrevuela sobre actores bien hablados y tomas ocasionales con drones que se aventuran más allá de los acantilados blancos para contemplar el Canal de la Mancha.
Dejo para el final decir que se trata de una película autobiográfica en la cual Nicholson, británico, recuerda la sensación de infelicidad que soportó en su juventud con la separación de sus padres. Reflexiona sobre la idea convencional del amor, concluyendo en un repudio explícito y definitivo. Para Nicholson, su obra teatral fue terapéutica catártica; no gustó a sus padres, que la tomaron como un mal viaje al pasado. Después de veinte años, nuestro director lleva al cine su propio texto, transformándolo en una carta de amor a sus ya desaparecidos padres.
Nicholson hace afirmaciones discutibles pero que están sobre el tapete. Por ejemplo, dice que “el amor existe para siempre, pero no siempre con una sola persona. (…) Cuando era joven estaba convencido de que todos teníamos que encontrar a otra persona y realizarnos a través de ella, pero lo cierto es que eso es una carga excesiva para ponerla sobre otro. (…) Al final, nacemos y morimos solos”. Y por si con esto no fuera suficiente añade: “El amor de pareja como lo entendemos hoy es una cuestión de economía y tiene relación con el sentimiento de propiedad. Las parejas existen hace miles de años para que los hombres puedan proteger sus dinastías y dominar a la mujer, pero eso no se debe confundir con amor”. Aventuradas afirmaciones que no se sostienen ni humanamente, si sociológicamente, ni antropológicamente.
En cuanto al personaje del hijo, Nicholson dice ser un calco de él mismo en su juventud y afirma de cuando se liberó de la carga que él creía suya de la separación de sus padres: “empecé a ser capaz de dar amor. Antes el amor era o culpa o un peso o algo que daba a cambio de otra cosa. Yo lo pasé muy mal con la separación de mis padres”.
Mi parecer, de ser veraz el relato, es que la madre de Nicholson era la típica mujer que en Teoría de la Comunicación llamamos esquizofrenógena, que no contenta con haber anulado a un esposo, abduce a continuación al hijo (Nicholson). Una de esas mujeres que lo hagas como lo hagas, siempre lo haces mal. Una mujer capaz de suscitar neurosis o psicosis entre sus allegados. Lo que se denomina madre triple A: ansiosa, absorbente y acaparadora. Un regalito.
Película que involucra al espectador con sus diálogos concisos y sus ingeniosos protagonistas, pero que no ofrece demasiada información sobre las complejidades y los recovecos del matrimonio protagonista.
Más extenso en la revista de cine Encadenados.
EN LA PLAYA DE CHESIL (2017). Película dirigida con oficio y rigor académico por Dominic Cooke, Ópera Prima que narra la historia de una noche de bodas y sus imprevisibles consecuencias. El guión de Ian McEwan es adaptación de su novela, “Chesil Beach” de 2007, que habla de la ignorancia y el atraso que enfrentaba aquella juventud de inicios de los ’60 en Inglaterra, cuando todavía la revolución sexual no había aparecido en la timorata sociedad del momento.
Estamos en 1962, en Inglaterra. Los protagonistas de poco más de 20 años, Florence (Saoirse Ronan) y Edward (Billy Howle), son jóvenes cultos e incluso brillantes en sus respectivas carreras como violista e Historia respectivamente. Ella goza de una buena posición social, él es de clase media-baja y con una madre enferma. Todavía no hay hippies, los Beatles están en barbecho, “El amante de Lady Chatterley” de David Herbert (1928) estaba prohibido y la sociedad estaba dominada por una severa censura en lo sexual y en lo afectivo. La cuestión es que se casan y van a pasar su primera noche de bodas a un hotel, junto a la famosa Chesil Beach.
Ambos jóvenes, tras un prolongado noviazgo se casan por el rito anglicano y pasan su primera noche de bodas en un hotel, junto a la peculiar playa de guijarros de Chesil Beach (de ahí el título), ambos vírgenes y sin experiencia. El quid de la cuestión son los sucesos que acontecen en ese primer encuentro conyugal íntimo, los silencios entre ambos, las preguntas de ella en la alcoba, la joven que rehúye la experiencia del sexo. Estamos en una época de encorsetamiento y rigidez ante lo erótico. El resultado de esta situación determinará sus vidas que, sin remisión, cambiarán para siempre.
Dirección de calidad de un Cooke y guion bien elaborado, con alguna laguna, pero bien escrito de McEwan, que no en vano es el padre de la criatura. Se une a ello una bonita música de Dan Jones y una bella fotografía de Sean Bobbitt. Puesta en escena, vestuario y ambientación impecables.
Destaca en este film una actuación espléndida y delicada de Saoirse Ronan, cuyo rol de mujer estirada y mojigata interpreta a la perfección: entrecejo encogido, sonrojo, los detalles físicos del temor y la angustia ante el sexo como mundo desconocido para ella. Billy Howle realiza un meritorio trabajo dando bien la réplica en su papel de joven enamorado y a la vez defraudado e incluso confundido, un personaje aturdido. Ambos protagonizan una escena demoledora que difícilmente se olvida. Acompañando, un elenco de gran categoría con Emily Watson (impecable), Anne-Marie Duff o Samuel West, todos brillando con luz propia.
La noche de bodas, parte central de la cinta, está trufada de flashbacks y sirve para ir conformando la vida y semblanza de dos jóvenes que en esencia se aman, aunque no saben cómo hacerlo. Les toca además una época llena de inconvenientes para el amor. Todo ello va arrastrando el relato a un rosario desatinos que concluye en unos personajes temerosos e incluso grises, como perdidos por sus temores. La cosa acabará como la caja de los truenos y enfrentados ambos a la renuncia al sexo de ella. Destino trágico y despedida.
Ese conflicto interno entre la pulsión amorosa y el rechazo a lo feo o reprobable; el gozo y la repugnancia; placer, dolor, una pareja virgen desplegando sus tentáculos, amargos y tiernos, románticos y prácticos, tanto hacia el pasado como hacia el más inmediato presente y a sus consecuencias en el futuro. La personalidad de los novios y sus respectivos pasados de rigor, su ignorancia y temor, su timidez, su aprensión, la parte final de una prohibición religiosa, su condición de ingleses y su clase socia. Es mucho lo que interfiere la relación entre Florence y Edward. Todo un melodrama generacional que demuestra que la juventud sería el mayor de los tesoros si se pudiera compaginar con la experiencia que dan los años.
La historia de Ian McEwan es verdaderamente lamentable, un relato que convierte el amor por diferentes rumbos en bufido, puñalada y halo de destino trágico. Un encuentro nupcial que acaba en estocada firme, inflexible, sin opción a réplica, duro por demás, pero eso sí, llevado a cabo con trazos bellos y de buen gusto con los que Cooke sabe integrar tanta desgracia como desesperanza, así como esa manera burda y apresurada que es la única que los amantes aciertan a esgrimir frente a una opción que bien podría haber sido gestionada de manera feliz. Pero no es así.
Por lo tanto estamos ante una cinta dolorosa que habla de muchas cosas y sobre todo de cuánto puede cambiar la vida por circunstancias imprecisas e incluso culturales; y de cómo este contexto de rigor cambió apenas unos años después.
Historia, pues, de un error motivado por el orgullo e incitado por el fin de una época. La correcta película de Dominique Cooke se publicita con el eslogan: “Una época distinta, un amor diferente”. Pues eso.