El verano llegaba a su fin. Desde que llegara a la ciudad, casi un año había pasado, me sentía parte de ella. Mi llegada fue en otoño, y la ciudad me gustó lo suficiente como para no arrepentirme.

Mis primeros paseos por la playa fueron envueltos en prendas de abrigo, disfrutando de ese sol acogedor de invierno. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Hoy, casi rozando el año, puedo hablar de pequeños recuerdos y de nuevas experiencias. Me niego a condicionar mi pensamiento a la dictadura de una situación hostil, de la que nadie tiene culpa, pero que a todos afecta. Sin embargo, el otoño, las playas acogiendo a la luna a horas más tempranas, y las puestas de sol, me hacen reconfortarme enormemente.



Me quedo con estos momentos en los que verano y otoño se dan la mano, van pasando y se van superponiendo. Las tardes, cada día más cortas dan la bienvenida a la noche, y el sol, acostándose un poco antes nos deja paisajes indescriptibles.

Sentado en aquella terraza, buscando una soledad encontrada, sin nadie que confirmara mis impresiones, disfruté como ningún otro día de aquellas arenas que parecían arder. El sol, buscando el antiguo fortín se acunaba entre sus rocas, despidiéndose de las playas, fundiéndose con un mar que se me perdió a la vista, pues aquellos restos de muralla me lo ocultaban.

Una puesta de sol distinta y acogedora, teñida de arenas, salpicada de pinos, envuelta en un mar semioculto, y dejando como lienzo los restos de una antigua muralla desvencijada. Sin saberlo, me estaba enamorando de Puerto Sherry, un lugar que me habían recomendado pero que me quedaba lejos, lejos hasta que descubrí que siguiendo desde La Puntilla era un agradable paseo. Para la vuelta cogería un taxi, pero el lugar se convertiría en parte de mí.

Aún me quedaba por descubrir si era un barrio, residencial o pedanía, hasta que tirando de Google descubrí que era uno de los Puertos deportivos de la ciudad, aquel del que había escuchado hablar, y que su Pueblo Marinero, en realidad no era un pueblo independiente, sino parte de la ciudad.

Siempre me quedé en la parte de los pantalanes, pero el rincón que acababa de descubrir me pareció el punto más acogedor para un invierno. Imaginé lo que sería dormir al arrullo del mar, despertar con la brisa de las olas, y despedir el día con aquella puesta de sol en donde una muralla tenía el protagonismo compartido con el sol y el mar.