Hubo un tiempo, no tan lejano, o sí, en el que El Puerto navegaba a dos aguas entre el despegue hacia el turismo. Eran tiempos en donde las norias también eran protagonistas, en donde el crecimiento de la ciudad era del todo inevitable.
Eran tiempos de Seat y Vespa, de policías con salacot, tiempos en los que la Plaza de Toros marcaba un principio y un final de aquella acogedora ciudad que sigue siéndolo hoy.
En mi mente, llegando ya el mes de julio, y mirando las imágenes de otra noria, se dan cita en mi memoria cientos de recuerdos e imágenes, y entre ellas, aquellas casas bajas, levantadas como ganando terreno hacia el cielo con un nombre propio de aquellos tiempos. Aquella barriada, difuminada en la memoria de aquellos seis o siete años se confunde con las de la moderna avenida de tantísimos carriles.
La Noria quedaba cerca, y entre la vieja noria inexistente, y los toros, aquella barriada castiza, se mantuvo en pie muchos años. Para algunos, reflejo de un Puerto que debía desaparecer, para otros la salvación y un techo. Aquella barriada se dibuja ahora como el origen del nuevo Puerto.
Hoy, mirando con perspectiva, la nostalgia de aquellas casas desaparecidas dan fe del crecimiento de la ciudad. Pocos irán quedando que recuerden aquellas casas. Y en la memoria de muchos quedarán los buenos recuerdos, los malos, los mejores… las imágenes guardadas de las tardes de toros, de las tardes de sillas enea a las puertas de aquel ladrillar.
Con el tiempo, los viejos problemas ya no lo son, las disputas merman y el recuerdo de los tiempos vividos es lo único que perdura. Curiosamente, al pasar de los años, solo queda lo agradable, el lamento nostálgico de aquellas imágenes que marcaron las infancias. Imágenes en blanco y negro, que teñidas de sepia intentan ganar la batalla al olvido.