Los rayos de Sol penetraban por la ventana que daba a la plaza, y el cambio de hora aún hacía que los cuerpos se sintieran extraños, aun así la claridad del día invitaba a recorrer la ribera, invitaba a pasear por el cantil del Guadalete mientras todo parecía detenido en el tiempo. Mirando el Sol, comprendí que de nada servían los lamentos o el ansiar que todo pasara de manera rápida y fugaz.
En ocasiones, al igual que el Sol, nada podemos hacer para evitar que cada mañana salga, pero del mismo modo, cuando ha salido y las nubes ocultan su calor, tampoco podemos hacer nada para evitar que las nubes nos entolden durante todo el día, nada para evitar que el fin de semana que esperábamos repleto de gente en los bares, se quede en nada. En ese momento, a pesar de que lamentemos lo ocurrido, tomamos medida, y de ese modo nos cubrimos con un paraguas o un chubasquero, o simplemente nos confinamos en casa hasta que pase la tormenta.
Hoy el Sol ha salido y no podemos hacer nada por evitarlo, simplemente disfrutamos de su acogedor abrazo, y comprendemos que hay una tormenta que nos impide salir, una tormenta de tal magnitud que queramos o no, no podemos evitar. Frente a ella no hay paraguas ni chubasqueros, solo confinamiento, solo quedarse en casa. La gran diferencia con una tormenta está en que en parte, podemos controlar sus efectos y minorarla en el tiempo.
Quizás por primera vez en nuestras vidas tengamos el tiempo en nuestras manos, puede que seamos capaces de aunar el esfuerzo para detener algo. Miro de nuevo el Sol, nada puedo hacer para que cada mañana salga a recibirme, miro las calles vacías, la tormenta pasará y podremos contar que el Sol sale cada mañana.