Es difícil pensarse un confinado alegre. Y por eso, aquel día mientras cruzaba el paseo de Micaela Aramburu en dirección al río, miraba al suelo con aturdimiento, perdiéndome entre los adoquines, uno detrás de otro, en un torbellino mental de ideas, preguntas y conjeturas desordenadas.

La calle, la ciudad entera, se enfrentaba a un silencio original, absoluto y extrañísimo. ¿Qué había sucedido y lleva sucediendo hace ya más de dos semanas? Todo el mundo se hace preguntas mientras muchos imaginan la metáfora catastrofista del barco con la vía de agua en sus bodegas. Algo ha cambiado para que tantas personas se hayan quedado dentro de cuatro paredes sin apenas rechistar. Alguna parte de la realidad se ha modificado hasta convertir una extraña palabra en una palabra de uso común normalizado: confinamiento. Y repito, no existe el confinado alegre y optimista, pero en eso está toda la ciudad: confinada.

Las respuestas colectivas al problema forman parte del imaginario más cambiante y diverso. Parece, dicen, que hay un virus que nos hace enfermar, pero a partir de ahí la imaginación vuela y se hace muchas veces “ciencia ficción” o “política ficción” empujada por tanta red social y tanto bulo suelto. Al parecer “los virus han venido a salvar a la madre Gea de su destrucción”; o podría suceder que “alguna gran potencia haya iniciado una guerra bacteriológica”(eso sí de baja intensidad) para acabar con una parte de la población y de paso debilitar la economía de los países enemigos. Incluso los hay que afirman que habría podido suceder “un accidente bacteriológico en un gran laboratorio extranjero”. Y todo esto sin contar las explicaciones más chuscas y atrevidas como la de que existan fuerzas divinas que nos castigan con venganzas diversas por las cosas que hicimos mal contraviniendo a los dioses… Y todo esto y otras cosas con la amplificación y el jaleo de cientos de informaciones e informadores en las miles de redes sociales que continuamente contaminan y confunden a las personas a las que les llegan por millones.

Y por debajo la guadaña de la muerte, la inexorable verdad de la tragedia tan antigua en todas las culturas y ahora también tan impersonal. Sí, impersonal. No es lo mismo lo que lo que sucedía en las históricas y gigantescas pandemias del pasado (que aunque suene raro y a pesar de las millones de muertes que provocaron eran más humanas que estas). Sí, los infectados por aquellas “pestes”, generalmente estaban en sus casas y recibían los cuidados de sus seres queridos y eran estos los que los enterraban (y de paso se infectaban) y les ofrecían el consuelo de sus últimos minutos y oraban con ellos. Pero ahora la cosas se han convertido en una gran conjetura a medias entre la verdad y lo imaginado pero, eso sí, reducido a la categoría de estadística, número, porcentaje, descripciones casi más propias de un informe clínico o de un parte de guerra que de un acontecimiento social. Y la familia al enfermo no lo ve, ni lo cuida ni lo consuela y muchas veces ni tan siquiera lo despide en un funeral.

Y entonces aparece lo intangible: el miedo que deriva en pánico, la huida e incluso la fe ciega en las explicaciones y soluciones de nuestros gobernantes (a pesar de que observemos con prevención y desconfianza sus incompetencias profesionales o sus divergencias políticas que tantas muertes ya han causado). También, dentro de lo intangible, se observan todas esas influencias en forma de delaciones de odio o de whatsapp que oscilan entre lo chistoso (hay que alejar el miedo) y lo catastrofista, que muchas veces depende de que la fuente sea de los partidarios de una ideología política o religiosa u otra.

¿Pero cómo es la realidad? ¿Qué está pasando? ¿Es posible que la ficción se haya apoderado del temor de los ciudadanos? ¿Será como defienden algunos que estamos ante una estrategia perfectamente diseñada? Desde una perspectiva escéptica y relativista parece que solo podemos aceptar la existencia de los hechos. Por un lado la salud pública que nos habla de la existencia de un virus con corona que provoca enfermedad y a veces, en un porcentaje relativamente bajo, muerte. Y eso es de facto lo que motiva y aconseja ese confinamiento prudente.

El otro hecho, el económico, que ya lo intuimos y que vendrá después, será una convalecencia dura y penosa, uno de esos daños que los militares llaman “colaterales” y que atacará a las economías de los más débiles, de los más necesitados, en forma de paro o de ruina económica en general.

Y hasta aquí llegamos, de momento. Porque esta es una cuestión inacabada que tiene que ver con el devenir, con una “corona” y con el tiempo.

Salud para todos.