La mañana era agradable, y dejando atrás el olor a los churros, enfilé la calle Sierpes buscando la entrada de Los Pepes. Como cada mañana busqué aquel rincón en el que ya me esperaban los contertulios para tomar el primer café del día. Resultaba curioso como cada día nos veíamos las mismas personas.
Resultaba curioso como cada parroquiano tenía su sitio, pero, sobre todo, como la mesa más apreciada era el mirador. Mas puerta que ventana en los veranos, y más ventana que puerta en los inviernos, la mesa de la esquina era parapeto, mirador desde el que observar las idas y venidas de esa plaza.
Temprano era testigo de los primeros viandantes que buscaban el cobijo de los bares, y conforme avanzaba la mañana, era el punto perfecto para saludar a todos aquellos que buscaban el paso de las horas que ya no ocupaban con el trabajo.
Pasadas las doce, el mirador era el perfecto testigo de los despistados turistas que habían oído hablar de Los Pepes y acudían en busca de una copa de manzanilla en un auténtico tabanco clásico y con solera.
El Mirador, mi mirador, era testigo de tantas y tantas confesiones como personas se afanaban en coger su sitio. Y es que, al fin y al cabo, si uno se molestaba en hacer un estudio sociológico de esa mesa, observaría como siempre era ocupada por los mismos, en rara ocasión no se respetaba el sitio, y si se llegaba a otra hora, se dejaba para aquel que siempre lo ocupaba.
Ya había pasado media hora, los cafés solo manchaban el fondo de las tazas, y una señora acababa de entrar en el local, elegante, luciendo un precioso pelo que ni blanco ni gris le daba un buen aspecto.
Todos nos levantamos, le tendimos el periódico, y cediéndole el mirador, lo volvimos a dejar ocupado. A veces, pasaba por delante de aquel mirador, observando a los que observaban, conversaban, o desfrutaban de un cigarro con aquellas puertas abiertas, dejando que el Sol les calentara.
Comprendí el encanto del lugar, del local, y sobre todo de aquella mesita en la que lo máximo eran tres sillas, que a medio camino entre la calle y el interior, con posición de invierno o de verano, era el sitio ideal para confidencias, vistas, y miradas veladas hacia la calle que vivía.