Paseo despacio dejando que la noche se acerque a las tempranas horas de la tarde, poco a poco la escasa gente que pasea por la calle se van recogiendo, algo extraño, teniendo en cuenta que aún los comercios se encuentran abiertos. La soledad de un enero no es extraña, a no ser que me recuerda a los meses de noviembre, marzo o junio.
Al fondo de la calle aún se pueden ver algunos caminantes, pocos, y decido no bajar del todo. Me vuelvo y al final decido aplazar la salida. Son casi las nueve y media y un resplandor me anuncia que aún queda vida en la calle.
Me acerco como polilla a la luz y llego a las puertas del viejo almacén. Pocas cosas han cambiado desde que yo lo conociera, y es que curiosamente, sus puertas llevan abiertas más años que los que yo pudiera tener. Quizás la actual moda por lo vintage, por lo clásico le haya hecho estar viviendo su época dorada, para mí siempre fue el mismo local cargado de olores y sabores. Pero allí, de pie frente a sus puertas, no puedo por más que acordarme del medio Kilo del Molido Fino, y el olor que hasta Vicario llegaba. Su olor se me metió en las narices, y entonces sin saber porque, cerré los ojos… ese olor me transporta a los años setenta, cuando la calle Luna era un hervidero de comercios, sin querer bajar más que de Santa María a San Bartolomé, y ya sabiendo que eran muchos de los que me olvidaría, en solo un tramo, y sin contar con Juan Gavala, Tú y Yo le daba la bienvenida a la Bota de Oro, una tienda que no recuerdo bien se me confunde con el Banco Urquijo, Los Ángeles, y Pepe el de Lolita Serafina en aquellos veranos de Sahariana, corbata y eterna cortesía, Joaqui el del Bar, ¿el único? No me acuerdo.
La farmacia de Fernández Prada, con su mostrador haciendo juego con la calle… La concha, La Giralda, Las columnas, El Teatro… seguí con los ojos cerrados aspirando los eternos aromas a telas recién cortadas, guisos, a albarelo y alcohol, y sobre todo a café recién molido. No quise seguir bajando la calle, me quedé en mi pequeño trocito de calle, en el primer tramo de vida, en aquellos años que algunos se empeñan en tirar por tierra, pero en los que había gente que curiosamente sacaba familias adelante con un negocio.
No fueron malos años para aquella calle de Luna, adoquinada, reformada, con sus coches aparcados y transitada. No fueron malos años, y una voz me devolvió al interior del negocio, y tras recorrer el mármol me dejé descansar en el barril que se enmarcaba con la puerta de calle San Bartolomé… ahora llegaba perfectamente al mostrador, aunque no fuera muy alto, pero los recuerdos me hicieron pensar en la diferencia de quienes me atendían entonces y ahora, lo único que los hacía iguales era el trato y la amabilidad…. Terminé la cerveza y dejando atrás Mi Giralda contemplé la calle vacía… Luna estaba en silencio.