La historia de nuestro país está plagada de sinsentidos, de hechos sin razón y de múltiples intentos de autodestrucción. Vamos, como en cualquier país. Hemos pasado por periodos de ensalzamiento y también por otros de denigrante autovergüenza. El momento actual resulta tan curioso como otros, ni mejor ni peor, pero curioso.

La historia reciente puede verse con perspectiva cuando se ha nacido en los últimos años del periodo franquista. Sí, cuando aún vivía don Francisco Franco, un nombre que no es el de Bitelchus, pero que hoy parece igual de peligroso de pronunciar: si lo dices tres veces, aparece en nuestra vida cotidiana.

Los que vivimos aquella época ya no formábamos frente a las enseñas nacionales antes de entrar en clase ni cantábamos el Cara al sol. La vida cotidiana se llenaba de acontecimientos nuevos; en clase se estudiaba desde la prehistoria hasta el asesinato de Kennedy; en los comedores se comía, no se hacía política; y en casa no nos dejaban ver Kunta Kinte porque la emitían muy tarde.



Eran otros tiempos, los años sesenta y setenta, y en el resto del mundo pasaba algo similar. No había móviles y la vida transcurría despacio. Tras la llegada de la Transición, y pese al miedo que nuestros padres nos transmitían sobre lo que podría pasar… no pasó nada. España se reconcilió.

Los que habían callado en la clandestinidad salieron a la calle y se sintieron orgullosos de sus ideas. Y no fue mala cosa. En los bares, en los telediarios, en el Congreso, las opiniones de unos y otros se escuchaban, se discutían. Fuimos creciendo, opinando, involucrándonos. Teníamos amigos que pensaban diferente sin que nadie insultara o rechazara a nadie por sus ideas políticas.

No había necesidad de viralizarse, y aunque existían extremistas, la sociedad misma los aislaba y rechazaba. Unos llevaban banderas antiguas, otros se reían, muchos recordaban; todos aceptábamos los reproches o las defensas de quienes sentían nostalgia o asco, pero se respetaban. No era necesario callar a nadie, porque se convivía.

Seguimos creciendo. Los viejos símbolos quedaron como parte de nuestra historia. Los nacidos en aquellos años nuevos pensaban que José Antonio era el del taller de bicicletas; que Franco era un actor italiano —Franco Nero—; y que Cara al sol era una canción de Seguridad Social o Siniestro Total.

Hoy la cosa ha cambiado. Nos hemos viralizado. Bitelchus ha vuelto a nuestras vidas. La juventud, rebelde como siempre, se ha situado del lado prohibido, que da más morbo. Las banderas se han desempolvado y la curiosidad los ha llevado a tomar partido.

La juventud española, adicta al régimen actual —como antaño los flechas—, se autoproclama defensa y futuro de la nueva España. Ondean trapos de colores y sus nuevos uniformes de progres se unen, como antes las camisas azules, convirtiéndose en orgullo de la nación.

Ya no hay conjura judeomasónica; ahora hay conjura facho-fascista. Y, como antes, la curiosidad y el abuso de los mitos generan románticos pensamientos de lucha. Frente a quienes pretenden el partido único y el pensamiento unilateral, despreciando, acusando e intentando destruir mediante el miedo a la tiranía si se abandona el camino marcado, solo consiguen acabar con aquella conciliación que Jarcha entonó como himno de una España que, una vez más, se nos muere.