La relación del ser humano con el fuego es tan antigua como el propio mundo. Ha marcado la civilización, ha iluminado caminos y, cómo no, ha sido también un negocio lucrativo que ha destrozado vidas y haciendas. Nada ha cambiado: ni siquiera el debate. Mientras el monte arde y familias enteras pierden lo que levantaron en toda una vida, unos se frotan las manos y los políticos discuten, mientras solo unos pocos hacen lo que pueden.
El problema es muy similar al de la sanidad: mientras unos acusan de privatizar y otros se dedican a recortar, la ciudadanía no entiende realmente qué ocurre, más allá de lo que unos y otros, con intereses, intentan transmitir: ya sea para demonizar o para ridiculizar. La realidad es que, en este juego macabro, el sufrimiento es auténtico. Y no solo eso: la mofa y la burla dejan claro que vamos por muy mal camino.
Quizás la culpa resida en una política autonómica más preocupada por el reparto de cuotas de poder que por la gestión cercana. El objetivo rara vez es la eficacia o la buena administración. Y aunque algunos políticos, de distintos partidos, en ocasiones demuestran más cabeza que otros auténticos inútiles, el problema sigue igual. Cada día está más claro que los daños colaterales son una simple baza en la partida política. Prefieren ver arder miles de hectáreas antes que resolver el problema, sobre todo si esas hectáreas son “azules”, aunque, si fueran “rojas”, pasaría exactamente lo mismo.
El fuego siempre ha estado ahí: inevitable a veces, provocado en otras. Los desastres naturales son eso, naturales. Ahora bien, la ineficacia de los últimos años para afrontarlos roza el ridículo. Decir que hay gente muriendo porque no se pidió ayuda —para culpar al adversario político de esas muertes— no solo es cruel: es grotesco. Demuestra que no basta con un simple cambio de color.
Ante un problema solo existe una salida: soluciones sin colores. Ni en la enfermedad, ni en la educación, ni en la justicia, ni en el agua ni en el fuego puede haber banderas, discursos ni culpas. Solo actuación rápida y eficaz. Menos discursos, menos protocolos herméticos, menos comentarios de barra de bar.
Esto no es nuevo ni exclusivo de España. El mundo se ha vuelto un lugar ñoño y aterciopelado, que se llena la boca con farsas ridículas, que encumbra a niñas lanzando consignas absurdas mientras, en lugar de montar en burro, usan reactores. El problema es que, mientras perdemos el tiempo discutiendo quién lo hace mejor o peor, la gente sigue muriendo por nada, por un protocolo absurdo, mientras las hectáreas continúan ardiendo.