Muchos somos los que recordamos aquellos veranos en La Puntilla, la playa del Puerto durante tantos años. Eran tiempos en los que, salvo Valdelagrana —que dejábamos para los que venían desde Jerez—, apenas sabíamos de la existencia de otras playas. Aunque, a veces, saltando las prohibiciones y si la marea lo permitía, marchábamos en busca de otros mundos lejanos. Había más playa detrás de las rocas

Aun así, desde nuestra corta edad, La Puntilla nos parecía inmensa, con una orilla que se perdía tras la arena, y cuyo calor no menguaba ni siquiera con cangrejeras. Una orilla que, con marea baja, quedaba tan lejos que parecía estar en Cádiz.

Para mi generación, aquella playa lo era todo. Y todo El Puerto conocido se situaba en esa ciudad improvisada, portátil y estival, donde los bares —siempre en verde, oliendo a pimientos fritos y arena mojada— marcaban las fronteras invisibles de cada barrio.



Ni mejor ni peor que hoy. Ni más masificada ni menos. Imposible de repetir, irrecuperables costumbres y formas de vida. Pero, al fin y al cabo, aquella playa fue la que marcó nuestra infancia, en la que nuestra única preocupación era esperar las horas de digestión.

Cambian los tiempos. Siguen los espigones. Aquella carretera de arena prensada es ahora un hermoso paseo. El paseo, el asfalto y el tiempo le quitaron encanto… o quizá no. La ciudad portátil desapareció, y aquella convivencia dio paso a otra forma de vivir el verano.

Se acabaron las partidas de cartas y dominó bajo los toldos a rayas. Se acabaron las batallas con cartuchos de pipas Churruca cargados de arena. Se derritieron los Colajet. Y ahora, cuando paseo, me conformo con mirar la orilla cercana, recordar con nostalgia aquellos años lejanos… y a los amigos, algunos de los cuales ahora pasean con sus nietos.

Los tiempos cambian. Supongo que siempre para mejor. Todo es más limpio, más salubre, más… frío, a pesar del calor.

Ahora, los kilómetros de playa están al alcance de cualquiera. Encontrarse por casualidad con alguien sin haber quedado es casi un milagro. Y La Puntilla, mi Puntilla, se ha convertido en un reducto del que casi nadie se acuerda. Salvo por aquel eco lejano que aún anuncia que son las cinco de la tarde.

Y yo, con las cangrejeras en el cubo, sigo intentando no resbalar en las piedras que la marea dejó al descubierto. Buscando cangrejos moros y mariquitas que jamás duraban en cautividad.