Después del parón, tras los años del miedo, tras la pérdida, temporal, de tradiciones y encuentros, de nuevo el cielo vuelve a llenarse de olores, se pinta de volutas de azahar, y un Puerto, más cofrade que nunca, se dispuso este domingo a arropar a su pregonero Francisco José Figuereo.
Recuerdo aquella costumbre, mejor o peor, quizás llena de personalidad, rechazada incluso por algunos… aquella costumbre que ya lo es por derecho propio, y que sin ser importante, dota al acto de una formalidad merecida, y eso que la calidad y dignidad de aquel antes y un después, solo merece alabanzas y aplausos.
Este domingo, las tablas del Teatro Pedro Muñoz Seca, recibieron a un pregonero, y aunque ninguno de los que le precedieron caen en el olvido, quedó claro que su paciente espera, su nervioso esperar con el día nunca llegado, al llegar, nos llenó no solo de expectación, sino de comprensión cofrade.
Imagina sus momentos de espera, su decepción ante la evidencia, la impotente mirada a las tapas y el repaso, el eterno repaso que solo acaba cuando el He Dicho ya es una realidad, una realidad que solo admite volver la vista atrás para ver los rostros que se levantan de sus asientos con miles de emociones, con miles de interpretaciones, porque lo que quiso decir, ya fundido y volando entre las espesas volutas, a cada cual llega con su significado.
Nuestro pregón es como una oración, esa oración en la que no hay nada más bello que lo que nunca el pregonero ha tenido, nada más amado que lo que perdió, pues tras estos años se perdieron en el camino algunos que hubieran querido escuchar lo que sale de su corazón, y sin embargo tuvo, como jamás ha tenido, el corazón de la ciudad en sus manos y en su alma. Un abrazo muy fuerte.