Aquella mañana gris, de un a enmohecida humedad que olía a marchas lejanas, comprendí que el ciclo de la vida se volvía a adueñar de mí. En aquella mañana, de silenciosa guerra, el cuerpo se preparaba para degustar el incienso que ocultaba la triste realidad.
De forma casi caótica, perdimos todo aquello que nos era cercano, familiar, nuestra feliz rutina, que año tras año, nos pedía el ritmo del tambor, el grito de la corneta, o el marcado racheo de las zapatillas nuestro corazón.
Atrás quedaron los duros momentos, esos que se aferraron tanto a nuestro ser, que casi parecían la rutina. Perdimos, pasamos, y al final, llegó la normalidad, cruel y teñida del espeso humo de la guerra, lejana, como aquella pandemia, pero que con sus dedos tocaba bolsillos y seres cercanos en un mundo sin fronteras.
La cruel realidad nos hacia comprender el verdadero sentido de aquella cuarentena, en la que, al contrario de las cuarentenas, si se ceñía a lo que su nombre indicaba. La reflexión se adueñó de nosotros, se adueñó de esa extraña felicidad llena de tristeza y que sabía a azahares y nos bañaba de espeso incienso.
Reflexionamos pocas veces, pero esta ilusionante cuaresma, la que nos devolverá los adoquines de esparto teñidos, vuelve a ser distinta. Distinta porque es ansiada, aunque no la muerte que anuncia, larga, teniendo en cuenta la esperada Resurrección, y real, real como la vida misma, esa que destrozamos día a día, por consentir, por conformarnos, por nuestra pasividad, por nuestro anhelo de lo fatuo… por pensar que todo es frío y lejano, como las bombas, que sin escuchar, sentimos en lo más hondo de los lazos que nos unen a otras personas.
De nada servirán las buenas palabras, porque al final, esperando la Resurrección, nos dejaremos llevar sabiendo que al final de la película el malo muere y el bueno… triunfa, aunque, llega un momento en que los roles se confunden, nos confunden, y terminamos por perder el norte de todo.
Aquella mañana, que sabía al gris del incienso, me hizo reflexionar… Feliz Cuaresma.