Apenas había sonado el reloj anunciado las seis de la tarde, las seis en punto de la tarde, y en la terraza, bañada por ese sol de invierno, acogedor y nada pandémico, se apuraban las últimas copas de la sobremesa porteña.
Impaciente y temeroso, no tanto a la autoridad como al virus, el camarero revisaba la disposición de las mesas que se derramaban por la plaza, o por la calle, o, era por El Puerto, no lo sé, nadie lo sabe, pues, corren tiempos sin pistas, tiempos de oscura clandestinidad que desafía al virus existente que a todos atenaza y amenaza.
A lo lejos, desde la mesa más distante, sin el típico “Borsalino” que hicieran famosos mis héroes del Chicago años 20, un rostro, nada parecido al de caracortada, el famoso gánster, pidió una taza grande de café… con hielo. Al más puro estilo de Al Pacino, con la mirada aviesa del perro de Los Simpson, mas por hacerse el interesante que por vigilar la presencia de la autoridad, el camarero se acercó a la mesa, y aproximándose al oído del cliente, preguntó si lo de siempre. La mirada cómplice y sonriente confirmó las sospechas, y en menos de un minuto, una enorme taza reposaba su culo en la mesa.
Tras el primer sorbo, los demás secuaces confirmaron la opción, y cuando apenas habían dado las seis y media de la tarde, cinco tazas, a la cola, de café Dominicano se hacían las protagonistas de la tarde, junto a un buen café de malta, que sin hielo, hacía compañía a un enorme vaso de agua marca Gingriffi con limón.
Todo ello demostraba que en España; Quevedo, Cervantes o Calderón estaban siempre presentes, porque en menos de cinco minutos el ingenio español, fiel heredero de los esos grandes pícaros de la edad de oro, y la permisividad gubernamental de mantenerse abiertos, pero sin servir alcohol, no eran obstáculo para una sociedad como la nuestra.
Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra, la de largas siestas y vivir traviesa… dónde están tus ojos, donde están tus manos… ¿Dónde tu cabeza…?