Paolo Vertemati (Tribuna libre).- Miré al cielo, y la mirada se encontró con lo que aquí se llama alumbrado de Navidad. Nunca fui persona dada a la decoración, motivo por el que los adornos me gustaron tanto como otros.

Era extraño, porque casi me ciega un sol que parecía más de verano que de invierno. Mientras miraba las luces, una voz me comenzó a criticar el adorno. No entendía porque había que poner luces con semejante pandemia, con las restricciones, con todo lo que estaba pasando, con la crisis. [Lee aquí los capítulos anteriores]

En un principio, me dije a mi mismo que aquel hombre llevaba razón. Dejé al señor farfullando cosas ininteligibles y me marché, hasta que en la puerta de una pequeña tienda dos hombres conversaban alabando que este año la luces estuvieran ya puestas, en comparación con otros años, en la que casi la montaban a la vez que pasaba la cabalgata de Reyes Magos.

Como conocía a ambos me detuve, y mi curiosidad me hizo plantearlos lo inútil de aquel adorno, a lo que ambos respondieron que con la que está cayendo, si encima las calles estaban igual de tristes, las ventas caerían.



Para colmo, una señora que nos conocía se metió en la conversación, y nos explicó que su hijo trabajaba fuera, para una empresa de iluminación. Nos dijo que cuando comenzó la segunda ola, la empresa les advirtió que para el caso de que se suspendieran los contratos de instalación los fijos o irían al paro o aguantarían como pudieran, pero que los eventuales y los contratados para la campaña de Navidad podían despedirse de un sueldo para las fiestas.

Dejé a todos, recapacité. Al fin y al cabo, si nada se moviera la rueda se detendría, como se está deteniendo, todos deberían de vivir de subsidios. Cosas que me parecían ridículas, innecesarias o absurdas cobraron sentido. Todo al fin y al cabo movía un sector económico, aunque fuera para simplemente satisfacer nada más que la vista o los sentidos.

Feria, Carnaval, Semana Santa o Navidad, todo evento movía por detrás miles de sueldos, reconducían el flujo de un dinero hacia otros bolsillos, producían vida en otros sectores. Toda tenía importancia, aunque no nos diéramos cuenta porque éramos los últimos beneficiarios de aquel inútil exorno.

Para muchos, aquellas ridículas e inútiles luces suponían un plato de comida en sus mesas… como dijo aquel cantaor flamenco: “¡Que de gambas me tengo que comer para llevar un plato de comida a la mesa de los míos!”, o algo así.