Uno de mis paseos preferidos era tomarle el encuentro al río, seguir su curso y llegar cuando atardece a orilla de La Puntilla, mientras paseaba, a solas, pude observar la tristeza de un hermoso paseo se que cortaba en aquellas antiguas naves, allí donde la estación marítima unía las ciudades de la bahía.
Me prometí coger algún día alguno de aquellos barcos, una idea que deseché cuando me vi obligado a dejar el margen del río la perdida de contacto era como un frenazo para los sentidos, pero aún más lo era cuando llegué al abandonado varadero, un solar abandonado donde estaba el también abandonado vapor. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Me pareció vergonzoso que algo tan indigno fuera parte de un hermoso paseo. Desconocía a quien podía pertenecer aquel solar, pero por lo que sabía el esqueleto de aquel emblema de la ciudad ya pertenecía al Ayuntamiento.
No entendía como se podía hablar de paseo fluvial y no tomar alguna medida aunque fuera de emergencia para evitar tan desoladora imagen. Aquel emblema podía al menos cubrirse con una lona, porque trasladarlo a alguna nave parecía imposible. Un andamiaje revestido podría servir, pero aquellas verjas abandonadas eran igual de lamentables.
El hermoso atardecer que me esperaba a escasos metros se vio oscurecido. La belleza del entorno, lo desolador de aquella imagen, y las balaustradas caídas del paseo del poeta y los hermosos merenderos de los dos restaurantes a pie de rio me hacían pensar en la dualidad de esta ciudad.
Era como la almena de un castillo, en donde algunas cosas emergían por su hermosura, y se alternaban con otras que se hundían en la más oscura desidia. Llegué desolado a La Puntilla, allí en donde aquel brazo de piedra se adentraba en la bahía protegiendo al río.
La temperatura había descendido, y comencé a andar por aquel camino que me llevaba al mar. Me embocé el cuello del abrigo, descubriendo que había llegado tarde, pues el sol ya no estaba, y aun así, algo de claridad me hizo detenerme en la imagen que tenía frente a mí, altiva y bella.
Me acordé de mi amigo que ya no estaba, el del perro chocolate, y del que sabía que la última imagen era la misma que la mía. Algo me hizo sonreír, y recobré la esperanza, pero me dolía. Cada vez me dolía mas aquella que ahora era mi ciudad, y una impotencia por el abandono me hizo dejar de sonreír. Las olas sonaban. Descendí por entre las piedras hundiendo mis pies en la arena. No todo estaba perdido. Ya había atardecido, pero siempre volvía a salir el sol.