No habíamos aún acabado de escuchar los últimos coros, envueltos aun en las parkas de invierno, cuando la vida, detenida, nos abrió las puertas al verano.
Casi sin darnos cuenta, más asustados que preocupados, salimos de un invierno frío para encerrarnos en las casas. Lamentamos, maldecimos, nos conformamos, y al final, pasaron tres meses como si fuera un suspiro.
La vista atrás nos hace darnos cuentas de las horas no vividas, de los cambios de ropa, de los hábitos desacostumbrados. Pero al final, a los lomos de las olas, la vida nos depositó en las playas, en el verano, en los pinares.
No fue sin darnos cuenta, pues lo vivimos, y pasamos de las calles de un Puerto solitario, a los paseos, a los tímidos paseos buscando las arenas. Nos dimos cuenta de lo que teníamos, de nuestras calles jamás paseadas, de nuestro mar lejano e inalcanzable, secuestrado por el miedo a las sanciones.
Claro que nos dimos cuenta, claro que cada hora ganada a nuestra intimidad nos sirvió, pero pasamos de un salto a nuestro verano.
Tiempos inciertos, de respeto, de crispación, de posturas respetables contrapuestas, de terrazas sin distancias, de playas sin horizonte, en donde buscaremos el olvido.
Pasará todo, viviendo deprisa, intentando un vano sueño de recuperar lo que no es necesario, pues ahora, es verano, recuperar los meses vividos sin disfrutar nos puede llevar a otro salto, a olvidar y disfrutar el presente, soltándonos otra ola muy furiosa en las puertas de un invierno y de un final.
Ahora, hoy, en el presente, las playas y este mar, El Puerto de las mil terrazas nos pide la calma…. La calma de sentarte, alzar la faz, y dejar que el sol nos bese la frente marchita por los días de su ausencia. Ahora, como un sueño ya alcanzable, un Puerto nos acoge entre rayos y brisa marinera, calmados, serenos, dueños de un tiempo que hoy, gracias al ayer, aprendemos a valorar y disfrutar.