Tras los tristes días de la pandemia, la normalidad se vuelve a adueñar de las calles vacías. Los intentos de controlar lo incontrolable nos lleva a situaciones absurdas en las que, como siempre ha ocurrido, quien puede mandar o tiene algo de falsa autoridad intenta demostrar, sin resultado, que puede hacernos doblar la cerviz.
Poco a poco las tiendas, los bares, la vida, retorna. La desinformación ayuda, y es que, si nos paramos a pensar, aun siendo cierto que hay que adaptarse a cada nuevo dato, hay cosas que solo tienen una vía.
Nos miramos al espejo de nuestros vecinos europeos, compartimos sus vivencias, y comprobamos que todos pueden tener mayores o menores problemas. Todos han pasado por confinamientos, y si nos fijamos en Barcelona, no en Cataluña, si no en Barcelona, vemos que todo pasa siempre por el ciudadano.
La desobediencia civil se da en todos los panoramas, y centrándonos en la Barceloneta, nos fijamos que las normas se pueden incumplir. La playa estaba como un día de verano, personas tomando el Sol, bañándose, sin mascarilla…. Haciendo deporte juntos.
En otras ciudades europeas hemos visto situaciones semejantes, y aunque la policía intente controlarlos, la marea humana arrasa con las normas. No es ni más ni menos que la desobediencia civil. Y es que, ante normas absurdas que parecen destinadas más a demostrar algo que a proteger, la lógica, la razón, y el entendimiento conducen a desobedecer.
Algunos se llevarán las manos a la cabeza en un absoluto obedece y calla faraónico. Si ayer nos decían que las mascarillas no eran necesarias, y veíamos en los telediarios muertos a cientos, no nos la poníamos. Si un mes después se nos dice que es cuestión de vida o muerte usarlas, nos las ponemos. Si nos dicen que bañarse está prohibido, lo aceptamos, si nos dicen que pueden bañarse quienes hagan surf nos callamos. El experimento español les está resultando maravilloso, porque hasta las manifestaciones se hacen conforme a las absurdas normas impuestas.