Con la sombra de una nueva prórroga para el estado de alarma, la cual será una realidad cuando esto se pueda leer, nos enfrentamos a la cercana normalidad. Aun así, al ciudadano normal, todo el debate le pasa de largo.

Nos enfrentamos ahora a un verano distinto, un verano incierto en el que nos aferraremos a lo intangible, a lo más humano. Con previsiones de paro astronómicas, con la desesperación a corto plazo, con la incertidumbre sobre qué haremos o qué no podremos hacer. Con un panorama caótico, la esperanza volverá a surgir.

Como en toda catástrofe, la primera mirada es desoladora, cuando se va limpiando el desastre, cuando se detiene todo y miramos la realidad, no todo este perdido. A la luz de la tranquilidad, vemos que lo perdido y que no se recuperará no volverá a ser necesario.

Una vez que todo pase veremos que no es cuestión de que pase o no pase, la realidad será que cambiaremos cosas, cambiaremos nuestras prioridades, ya sea de forma consciente o inconsciente. Volverá la normalidad, podemos estar seguros, ni la nueva ni la vieja, la normalidad, que en presente es solo una.

Sin embargo, esa normalidad, que no será más que un retornar a nuestro modo de vida, cambiará nuestros hábitos higiénicos, modificará nuestro modo de saludar, seremos quizás más distantes, y la crisis, la falta de empleo, la precariedad serán parte del proceso.

Se toman medidas para evitar colapsos en los centros de ocio, unos centros de ocio que ya el paro se va a encargar de dejar con menos gente. Volveremos a la realidad, y en hogares donde los ingresos se hayan visto reducidos no necesitarán normas para no colapsar el sector servicio, porque los escasos recursos se destinarán a alimentación, no al ocio. 

La realidad será que no volveremos a ocupar las calles como antes, a no ser que sea para pasear, recortaremos todo, volveremos a sacrificarnos, porque la realidad siempre será la misma, el sacrificio siempre se cobra las mismas víctimas, que deberá sacrificarse para que otros no pierdan sus prebendas y privilegios.