Los días eran largos y tristes, y desde mi tierra llegaban noticias nada tranquilizadoras. Aun así, todos estábamos en el sur, allí y aquí, y eso nos daba cierta inquietante tregua que nos hacía más llevadera esta soledad. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Me costaba trabajo hacerme a la idea de los cambios, de por qué, y aún así, los días pasaban y mi mente se relajaba con total naturalidad. La aceptación de que nada podía cambiar me hacia enfrentar mi mente a otras cosas.
Ya era un observador de la ciudad antes de que esto pasara, pero ahora, la parquedad de las calles vacías que podía ver desde mi balcón, la inmensidad de los cielos, emborregados o azules dependiendo del día, me ofrecían una visión de la ciudad extrañamente acogedora.
Mis cafés en compañía de mis fieles cicerones habían dejado paso a la extrañeza de su presencia. El perro chocolate ya no me buscaba cuando me encontraba con su dueño, y grato recuerdo de los momentos vividos, me daba fuerzas para afrontar el día a día, sin ansiar el reencuentro, pero sí mirarlo como algo agradable que sería bien recibido cuando llegara.
Desde el balcón, apoyado en la barandilla, miré los cielos, el mismo cielo que me cubría allá en mi tierra, comprendí que el mismo cielo que a todos nos cubre a todos nos afecta. Nunca algo fue tan global, nunca pasó nada que uniera al hombre como ahora lo une. Jamás, en la historia de la humanidad, un cielo fue tan humano… jamás las diferencias nos unieron para salir juntos del mismo sitio, y ahora, ese mismo cielo nos daba la oportunidad de salir juntos hacia adelante.