A lo largo de los años, solo he conocido dos ubicaciones feriales, y aún no se me olvida la primera en la que me perdí… incluso más que ahora. Debían de ser los primeros años de los setenta. Como era natural, el destino era Tierra, Mar y Vino, un nombre que encierra todo lo que representa El Puerto de Santa María. Como también era natural, no me quitaban la vista de encima, aunque aun así conseguí despistarme de tal forma que, durante más de dos horas, mis padres descansaron de mí.

Ese es el primer recuerdo que guardo de aquella feria que olía a Puntilla, lo suficientemente cercana como para que su aroma se mezclara con el del fino Camborio —por supuesto, aquel mítico vino de las Bodegas Terry— al que me aficioné en aquellos años, en brazos de mi abuela, que me lo daba a probar.

Poco más puedo contar de aquella feria vinculada a mis primeros años, pero conservo, con nostalgia, un recuerdo bello y cálido. No llegué a vivirla intensamente, porque en los ochenta ya nos habíamos trasladado. Vi crecer sus árboles. El Camborio dio paso a la Maruja y al Quinta, y jamás entendí por qué los caballos circulaban por el asfalto mientras nosotros lo hacíamos por el albero. El tiempo me dio la razón: la mayoría de las casetas acabaron poniendo suelos de madera, aunque los caballos siguieron gastando pezuñas sobre el asfalto.

Lo cierto —y verdad— es que aquella mítica feria del ganado de los años sesenta, la que se hacía por el Polígono Industrial del Palmar, fue el origen de la que después se celebraba en el Parque de la Victoria, pensada para quienes nada tenían que ver con el ganado. Esa no llegué a conocerla. Luego pasó a Crevillet, aunque me gusta pensar que simplemente se trasladó más cerca de la Puntilla, para terminar donde está ahora, en Las Banderas. No sabemos hasta cuándo.

Pero lo cierto —y lo repito— es que todas las ferias tienen un denominador común: el fino. Una bebida unida a mí desde que tengo uso de razón. A mi generación nos enseñaron que el fino era un excelente tónico, en dosis adecuadas a la edad (un dedito, no más), y no esa bebida maligna y “no apta para menores” que ahora necesita disfrazarse con un refresco azucarado llamado VOLPA para ser tolerada.

Por eso, deseo que al menos los de mi generación, al llegar a la feria, lo primero que se tomen sea una buena copa de fino. No un rebujito. Una sola copa basta. En honor a los viejos tiempos, en honor a nuestra feria, y en honor a nosotros.