Aquel Domingo de Ramos se esperaba con ilusión. El patio, a rebosar, era un continuo ir y venir. En aquellos días, el que fuera antiguo cementerio se parecía más a una enorme casa de vecinos. No estaban todas, pero las que estaban, estaban de verdad.
Era un lugar donde los martillos y las tenazas se perdían, un rincón lleno de extraños moradores, pero de todos, el rey indiscutible era Juan. Nada sucedía sin que él lo supiera. Nadie entraba sin su permiso, e incluso un extraño y absurdo respeto se extendía por todas las hermandades.
A nuestros pocos años, le rendíamos una absurda y engreída pleitesía, que —todo hay que decirlo— se merecía. El secreto estaba en que, durante todos aquellos años, nos trataba no como a niños, sino como a iguales. Desde limpiar plata hasta tener las llaves de las capillas, eran misiones que nos hacían sentir importantes. Y él, claro, lo sabía.
Conforme crecíamos, nos alejábamos, pero le seguíamos admirando. Aquel patio, sobre todo desde el Viernes de Dolores —sin obligaciones escolares—, se convertía en nuestra casa, con mayor o menor recorrido en función del día de salida.
Eran tiempos ni mejores ni peores. Eran importantes porque, sencillamente, eran nuestros. No sé si fue una suerte o no, pero fue la parte del tablero de una vida que vivimos intensamente.
Quizá en aquel patio aprendimos a tener pequeñas responsabilidades, a sentirnos importantes, como si de nosotros y nuestra implicación dependiera la futura salida de la cofradía. Éramos ilusos y felices. Y de la mano de aquel, que presumía de tener el vaso de plata del Paula, aprendimos y nos sentimos hombres.
Eran domingos de palmas y flagelos, domingos de paseos de Crevillet al Barrio Alto, domingos de tardes alegres y noches amargas, de sol bajo las palmas y lunas a la sombra de una columna. Domingos de broncas por llegar tarde, domingos sin móviles, sin localizadores, domingos de libertad, de calle. Eran los Domingos de Juan, de lecciones absurdas que, en aquel momento, nos parecían la esencia de la vida.
Domingos de cigarritos con la espalda apoyada en los muros de la iglesia, domingos de las primeras cervezas a morro, de repasos a todas las cofradías que “habían perdido el sellito”.
Aquel Domingo de Ramos me resulta tan bello y cercano que me parece que fue ayer. Bellos tiempos, de los que no quedan más que algunas fotos sueltas en sepia, con Juan escoltado por los que fuimos —y seremos— los niños de su patio.
Eran nuestros Domingos de Ramos.