El cielo nocturno del patio porticado del colegio de San Luis Gonzaga volvió a ser el techo del Festival de Comedias tras varias ediciones entre las paredes del Pedro Muñoz Seca. Se recupera así el espíritu de sus inicios, cuando llevó el nombre del insigne dramaturgo y pasaron por la ciudad primeros espadas de la interpretación que ya forman parte de la historia de este evento, felizmente consolidado y contrapunto ilustrado estival de los puros latinos, el perreo de los chiringuitos y demás infiernos estruendosos.
Particularmente no siento especial alborozo por el hecho de que el Festival regrese al llamativo entorno de los jesuitas, por más que el patio hermosee las veladas escénicas, pero enhorabuena a los puristas y a los nostálgicos que pudieron disfrutar la noche del viernes 11 –primera de abono- de un ejemplo de que el buen teatro resiste todo tipo de tablas y está más allá de cualquier “marco incomparable”. Una arriesgada apuesta de Paco Mir (el calvo del mítico Tricicle) nos trajo a Lope de Vega en una de sus mejores y más representadas piezas, El perro del hortelano, que conoció una exitosa versión cinematográfica de Pilar Miró a mediados de los noventa del siglo pasado. Pero nada tiene que ver aquel delicioso y ortodoxo homenaje al Fénix de los Ingenios con esta aventura metateatral, rompedora, que sigue el camino de otras del mismo calado, como pudimos ver recientemente en El Puerto con El diablo cojuelo. Aquí los excesos barrocos se tornan austera escenografía, los suntuosos vestuarios son evocados con humildes ropajes y para imaginar las ricas estancias palaciegas se recurre a lo que, sin duda, es la fortaleza de este montaje: el inmejorable trabajo de cuatro actores como la copa de un pino que logran levantar ellos solitos 17 personajes, nada menos. Moncho Sánchez- Diezma, Amparo Marín, Manuel Monteagudo y Paqui Montoya renuevan con maestría esta comedia palatina, pero custodiando lo esencial: el enredo argumental, el humor bien dosificado y la perfecta y ajustada dicción de los versos que, escritos en el Siglo de oro, conservan la frescura y la cadencia de la que harían bien en beber muchos celebrados raperos y engreídos rapsodas urbanos.
Buen comienzo de esta trigésimo segunda edición de un Festival de Comedias que llega con inconfundible, necesario y aplaudido olor a teatro clásico, con tres Lope de Vega, un Moliére, un Eurípides y un Arcipreste de Hita. ¿Alguien da más?