No hace tanto tiempo —aunque anterior a la llegada de los milénials— existía una época que hoy se nos antoja imposible. La playa, por entonces, no solo carecía de cobertura, sino que apenas era perturbada por algún transistor que amenizaba las tardes y, con mala suerte, por algún modernito porculero con un aparato de enormes dimensiones, de esos que parecían sacados de Canción triste de Hill Street.

Las playas se llenaban de gente leyendo, haciendo crucigramas, y niños jugando sin pantallas. Eran tiempos en los que las vacaciones no se interrumpían sin previo aviso. La hora del chiringuito era sagrada, porque, sencillamente, nadie tenía móvil.

Eran, sí, tiempos de incomunicación, que hoy tal vez lamentaríamos, pero también de cierta paz mental. Las malas noticias siempre llegaban igual, aunque uno estuviera a cien metros de la orilla.



Podríamos llamarlo un paisaje paradisíaco, aunque sin palmeras ni mojitos. Eran tiempos de Cola Jet, de tinto de verano con Volpa y Valdepeñas. Tiempos de tortilla con arena y filetes empanados sacudidos, de pan con corteza blanda al estilo levantino, y de sillitas de tijera fáciles de transportar.

Eran —dicen— los tristes tiempos que nos tocó vivir, los años del caos y el atraso, los infelices setenta y ochenta, en los que si te ibas una semana a la playa estabas ilocalizable, perdido en tu felicidad, sin que nadie te llamara a las cuatro menos cuarto, justo antes de comer, para preguntarte cuándo estarías operativo o si podían hacerte una consultita rápida.

En aquellos infelices años setenta y ochenta nadie me molestaba. Claro, por edad y por escasas responsabilidades. Pero recuerdo a nuestros padres —por entonces más jóvenes que yo ahora— durmiendo la siesta bajo el toldo, con el sopor propio del tinto y la cerveza, tras una buena berza veraniega, sin sospechar que algún día podría sonar un teléfono para ofrecerles una nueva tarifa de móvil.

Aquellos infelices años de desgraciados y desgraciadas, gracias a Dios, han dado paso a esta nueva generación, en la que hay playas hasta con Wi-Fi, y donde podemos estar localizados en todo momento. Son tiempos en los que, a diferencia de antes, cada segundo es una oportunidad para ser molestado, acosado, fotografiado, etiquetado o ridiculizado.

Pero, más allá de eso, quédense con una de las mejores imágenes de este nuevo orden: cinco amigos sentados juntos, pero aislados, cada uno absorto en su pequeño universo unipersonal.

Yo, que soy un bicho raro, a veces me gusta volver a ese monstruoso pasado. Dejo el móvil en el coche, hundo los pies en la arena… y el tiempo pasa. Y no pasa nada. Solo que, quizá, me vuelvo un poco más retrógrado.