Aquella fría mañana de domingo caminó muy deprisa, su bastón apenas acompañaba sus pasos, que, curiosamente, parecían volar. Las últimas lluvias debieron hacer estragos con él, y un nudo en el estómago, se le antojaba extrañamente familiar. Quedaba poco, pero aún no veía su silueta, que, para él, siempre se enmarcaría en su Bahía.

En su retina, los colores blancos seguían vivos, como el primer día en que montó en él, y su llamada seguía insistiéndole cada mañana. Ya no tenía prisa, ya no tenía obligaciones, ya no tenía, para algunos, ni derecho a vivir.

Sabía que quizás se marcharían juntos, y por eso, cada día, como si de un extraño ritual se tratase, volvía a su lado, lo miraba, le daba los buenos días, o las buenas tardes, y se marchaba dándole la espalda, pero con sus ojos clavados en él.

Eran dos viejos amigos, cascarrabias, sin apenas nada en común, excepto el tiempo, los achaques y, sobre todo, en no disponer de su vida y de su tiempo, en manos de los demás, viviendo donde otros querían, varados en una vida que no esperaba ya nada de ellos.

Su única preocupación era la lluvia, aquella maldita lluvia que los calaba hasta los huesos, a uno por fuera, al otro por dentro. Temía lo peor, y sabía cuál sería el final, pero no cuándo. Aun anhelando el final, todos nos aferramos a la vida, al recuerdo, a ese pasado lleno de risas, aventuras y amores.

Quedaba poco, y el nudo de su estomago comenzó a presionarle con mas fuerzas, hasta que lo vio. Se detuvo en seco, apoyo el bastón… y aminoro el paso. La sonrisa volvió a sus labios, como él, cada día venía marcado por algún achaque nuevo, alguna nueva cicatriz, la perdida de algo.

Se sentó frente a él, con un ojo mirando al rio, y el otro al desubicado, a veces, si se enfadaba, prefería mirarlo cruzando rumbo a su mar, una imagen nítida y fresca que, a él, lo devolvía a su otrora juventud.

Su pensamiento miró las cuadernas hundidas en el lodo de la orilla, al que poco a poco le daba más carne que pudrir, pero, aun así, allí seguía, y él veía su puente intacto, su altiva proa, su lenta e innegable muerte, que, como la suya, llegaría, pero eso, eso, sería otro día.

Ya estaba hecho, se levantó, enderezó su espalda, y caminó, como antaño, derecho y orgulloso, pero solo en su corazón, pues los que lo saludaban por su camino de regreso solo comentaban la locura de aquel viejo, consumido y alegre, que todos los días llegaba hasta el Vapor, y se volvía.