“Qué despelote, qué despelote, hay quien se juega al bingo hasta el bigote”, remataba una sevillana de los lejanos setenta del siglo pasado, y la alusión al bigote tenía su carga, porque los bingos, aquellos locales que se pusieron de moda durante la Transición, se convirtieron, sobre todo, en espacios femeninos, y la práctica de ese juego inundó las reuniones de salones parroquiales, asociaciones de vecinos o cualquier bujío donde escapar de la grisura de la cotidianidad en divertida y revolucionaria comunión de mujeres que venían de pasar cuarenta años, ahí es nada, con la pata quebrada y, por supuesto, en casa.

Mucho del espíritu emancipatorio de aquel momento transicional hay en Las Bingueras, la última producción Las Niñas de Cádiz, que inicialmente fueron las Chirigóticas y han ido creciendo, y de qué manera, hasta convertirse en un referente del más reconocido y exigente teatro español del momento.

Con su anterior producción, El viento es salvaje, visitaron el Festival de Comedias hace dos veranos y dejaron al público con las patas colgando, a mí por lo menos, con una monumental tragicomedia que ubicaba a las Medea y Fedra de Eurípides entre las callejuelas del Cádiz más profundo con una maestría que solo pueden lucir las muy talentosas.



Ahora, con Las Bingueras -que disfrutamos en el patio de Sal Luis Gonzaga la noche del sábado, 19 de agosto- la pluma de Ana López Segovia, autora del texto además de actriz, vuelve a Eurípides y se atreve en esta ocasión con Las Bacantes, nada menos, la gran tragedia donde se enfrenta lo griego y lo bárbaro, lo masculino y lo femenino, la ciudad y el monte, la serenidad cívica y el desenfreno báquico, es decir, lo apolíneo y lo dionisíaco.

Lo apolíneo es aquí lo establecido, lo rígido, lo patriarcal que oprime la más esencial libertad de un grupo de señoras maduras, apaleadas, rotas y necesitadas de la llegada de un visceral y liberador dios Dionisio que, en efecto, aparece en sus vidas como Dionisia, coronando el theologeion, lugar más alto del escenario, para dominar sus vidas, adictas, a partir de ahora, al frenesí, la inmoralidad, las pastillas, la clandestinidad y el más desopilante y prohibido cachondeo. Y a partir de ese renacimiento la representación es una catarata de escenas bien construidas, carcajeantes, cohesionadas con el resto de una trama que, tras una aparente superposición sin estructura, muestra una compacidad que es la clave del éxito de este montaje.

Todo esto cosido con el trabajo de unos actores y actrices que se vacían sobre las tablas dando rienda suelta a un montón de referencias gaditanísimas que jamás caen en el cliché ni en la autocomplacencia. Y qué efectivo e inteligente el espacio sonoro creado, y qué de rentabilidad se le puede sacar a una escenografía paupérrima que demuestra lo que un excelente grupo de profesionales son capaces de conseguir con apenas una alfombra roja y cuatro sillas.

Cuando se desató la tragedia de la obra, el público del patio porticado de San Luis Gonzaga ya había experimentado su propia catarsis en forma de risa interminable; para entonces, la poderosa Dionisia ya era solo un recuerdo que había hecho mutis por el foro llevándose su bingo a sabe Dios qué otro lugar.