[Lee aquí los capítulos anteriores] Siempre me he dejado llevar por los olores, y el olor a incienso lo vinculaba a la iglesia, hasta que comencé a vivir aquí. Ya no era un olor a iglesia, era un olor cercano, agradable, y que no sabía a qué asociar.
Mi regreso, tras la pandemia no me había permitido involucrarme mucho en las tradiciones de la Cuaresma. Tampoco me fijé mucho cuando escuchaba esa música clásica que se usaba en las procesiones, y a las que no era muy aficionado.
Una noche, sin embargo, mientras estábamos en un bar tomando una copa, y ya entrada bastante la noche, unos chicos comenzaron a poner en sus móviles lo que, según mi amigo, eran “marchas”. El camarero nos preguntó si nos importaba que la pusieran más alto, procediendo a darle salida al sonido en un pequeño altavoz.
Mágicamente todos se dejaron llevar, todos estaban en silencio, algunos con los ojos cerrados. Entonces lo sentí, no sé si serían las copas, el ambiente, o el olor a incienso que inundaba todo, en un momento, y como en un duelo donde cada uno, incluido “El Bigotes”, pedía la reproducción de alguna de aquellas músicas, lo sentí.
Veía como se movían, sin moverse de su sitio, siguiendo el ritmo. Me hacía gracia como todos, menos yo, se movían con ese ritmo peculiar, pero cada vez me enganchaba mas aquel ambiente, sano, agradable y lleno de un ritmo contagioso.
Por lo que voy viendo es algo más que normal en estas fechas y no solo en esta ciudad. Algo nuevo que me sigue uniendo a esta que no es mi tierra pero que cada día me sorprende más.
Semana Santa, una festividad que siempre vinculé solo a la iglesia, y que ahora veía como era algo mucho más grande, con un alto arraigo en la propia cultura y sentir de todo un pueblo, mi pueblo.