Aun a riesgo del merecido reproche, y desde un punto de vista totalmente ajeno a la crítica, estos días, en lugar de quedarme en esta mi tierra, me desplacé, de portuenses maneras, a la capital andaluza. Los días, poco propicios, dadas las aglomeraciones que en la Semana Mayor se adueñan de la hija del Guadalquivir, me proporcionaron una visión, para mí, desconocida de sus costumbres.
Quiero hacer un esfuerzo de memoria y recordar aquellos años, no tan lejanos, en los que los habitantes de aquel “patio”, organizábamos salidas para vivir la semana Santa en Sevilla, pero se alejan de mi memoria, no sé si porque acudíamos solo a ver pasos, porque cuando llegábamos ya había pasado el momento, o porque, simplemente, no existía la costumbre, que ahora paso a comentar.
El caso es que, las interminables colas, rápidas en su proceso de avance, que todo hay que decirlo, se adueñaban de plazas y calles, los templos parecían las puertas de un concierto o una discoteca, mejor dicho, como los belenes en Navidad, que es más propio. Y es que, y supongo que en mi ignorancia del tema, y acostumbrado a estas tierras me sorprendió, ni bien ni mal, sino, a modo de observador, me impresionó la afición de los cofrades, turistas, visitantes, sevillanos y forasteros, a hacer cola para ver los tronos.
De hecho, en las colas se mezclaban guiris con gorra y mujeres de mantilla, niños ilusionados y señores aburridos obligados por a quien se ha de complacer... jóvenes que aguantaban el calor, y veteranos de mil chicotas aguantando como podían.
Como digo, quizás sea mi ignorancia en el tema, quizás me perdí algo por el camino, quizás los tiempos de visitar sagrarios se perdió con el tiempo, puede que haya más de una forma de vivir estos días que ahora acaban pero a mí, particularmente, me sorprendió, puede que tenga que ir mas veces para terminar de acostumbrar, y, a pesar de todo, si eso pasara aquí supongo que me alegraría.